MIGUEL VIDAL
DIARIO AS
De los setenta y tres campeones
olímpicos que he logrado entrevistar en sus lugares de residencia, ninguno como
Jesse Owens, “la Leyenda Olímpica”. Por las circunstancias de la entrevista y
porque sería la culminación de todos mis sueños de periodista. Yo de chaval, en
mi Consell natal, mientras guardaba una pequeña piara de cerdos en la granja
donde mis padres eran aparceros, leía en una revista llamada “La Tarde” el
nombre de Jesse Owens y se me desbordaba la imaginación.
Pero a veces el Destino,
generalmente un fusil con ojos, tiene estas cosas: ni en el más arrebatado de
mis sueños podía imaginarme que la última entrevista de su vida me la
concedería Jesse Owens a mí. Eso ocurría en su casa de la East Acotilla Lane de
Phoenix, Arizona, el 12 de febrero de 1980 y la foto que ilustra este trabajo
la hizo su esposa Ruth. El 31 de marzo moría.
¿Por qué Ruth Owens, de soltera
Solomon, me dejó entrar en su casa?. He pensado muchas veces en eso. El caso es
que cuatro años antes ya había tocado el timbre de su magnífico chalé blanco y
al contarme que su marido estaba en Montreal (Canadá) porque era representante
de pistas de tartán, y con la Olimpiada había negocio, Ruth terminó diciéndome
“si vuelves por aquí ésta es tu casa”.
“Por aquí” era Phoenix, la
capital de Arizona, a la que, en efecto, volví de nuevo cuatro años más tarde.
Toqué el mismo timbre, abrió la verja Ruth y al verme se puso a llorar en mi
hombro. “Te dije que si volvías ésta sería tu casa. A mi marido lo trajeron
ayer del Hospital de Tucson porque los médicos nada pueden hacer para curar su
cáncer de pulmón. Le quedan pocos días de vida”.
Fue impactante entrar en la casa
y ver al gran Jesse Owens alimentándose a través de una botella de oxígeno.
Estaba en una “chase longue” viendo un western protagonizado por John Wayne, y
tras estrecharle la mano me dijo con un hilillo de voz:
–Oh!, boy…I’m very sick…
Pero muy enfermo y todo, enfermo
de irse, tuvo un gesto de grandeza del que le estaré agradecido mientras viva.
Un gesto que sólo un hombre de su categoría puede tener. Pidió unas nuevas
gafas a su mujer, a la que cariñosamente llamaba “Baby”, se quitó los tubos de
la nariz para las fotos –“no quiero que los aficionados españoles me vean así”,
dijo- y me rogó paciencia para la charla, en la que de vez en cuando
intercalaba alguna expresión en español. Con la grabadora muy cerca de su boca
para no perder ninguna de sus palabras, el recuento de su vida en estas
condiciones revestía una especial emoción:
–Nací en Oakville, Alabama, el
12 de septiembre de 1913. Desde muy pequeño trabajé con mis otros hermanos en
los campos de algodón. Mi padre, Henry Owens, trabajaba una parcela de veinte
hectáreas con nuestra ayuda. Trabajábamos de sol a sol. Apenas veía a nadie y
la vida, aunque dura, transcurría tranquilamente. Recuerdo que mi primer
enfado, mi primera pena, la tuve a los ocho años cuando alguien me llamó
“negro” en tono despectivo, que es como duele.
Una larga pausa, por
recomendación de su mujer, y vuelta a la carga:
–A los diez años nos fuimos a
vivir a Cleveland, en Ohio. Pisé por primera vez un colegio, trabajé como
vendedor de periódicos, de ascensorista, en una gasolinera, hasta que teniendo
trece años se cruzó en mi camino un hombre llamado Charles Riley, que se
propuso hacer de mí un atleta.
–Hizo de usted un campeón…
–Un campeón y un hombre. Yo
entonces tenía un físico muy raquítico e incluso sufría con frecuencia de
neumonía, pero cuando Riley se hizo cargo de mi preparación también mi físico
cambió como por milagro. Bien es verdad que los nueve hermanos trabajábamos
todos y en casa no faltaba ni ropa ni comida caliente. Algo importante y que
siempre he deseado para todas las familias, sean del color que sean.
A los diecisiete años Jesse y
Ruth se conocieron y decidieron casarse. Ambos aún sonríen tímidamente cuando
lo recuerdan. A Jesse, quizá por la emoción del recuerdo, se le hace la voz más
fuerte, más audible cuando dice:
–Ruth fue mi primera novia y mi
único amor. Y ha tenido una importancia decisiva en mi vida, ya que para
obtener una posición decente luché con todas mis fuerzas contra el tiempo y la
distancia, que son las metas del atleta. Y me fue bien.
–Va la Olimpiada de Berlín y
causa sensación…
–Tuve suerte. Yo confiaba en mis
fuerzas, pero como en aquellos tiempos los medios de comunicación eran escasos,
la Olimpiada era una especie de sorpresa. Nadie conocía las marcas previas del
rival, lo que hacía que cada uno acudiera creyéndose el mejor.
–Y el mejor fue usted…
–Gané cuatro medallas de oro, y
lo que es mejor, un gran amigo: Lutz Long. Sabíamos que Adolph Hitler
proclamaba diferencias de raza, y él era blanco y yo negro. Pero en el deporte,
por encima de todo, está el compañerismo y Long me dio una maravillosa lección
en éste sentido cuando colocó su chándal en el punto exacto donde debía colocar
el pie en el salto de longitud y evitar así que me descalificaran…–Jesse se
toma un respiro, y continúa—Le gané la prueba porque así es el deporte, y
cuando nos abrazamos, las cien mil personas que había en el estadio nos
ovacionaron.
–Todas, menos una, supongo…
—¿Hitler?. Ni me acordé de
mirarle. Sabía que llegaba al estadio por los murmullos de la gente, pero yo
estaba allí para competir y ganar. Y haber hecho un amigo. Lloré el día que
supe que Lutz Long había muerto en la guerra.
Cargado de gloria y con cuatro
medallas de oro en el equipaje –100 metros lisos, 200 metros lisos, 4×100
metros relevos y salto de longitud—Jesse Owens tuvo un recibimiento gigantesco
a su llegada a Nueva York. Como ha habido pocos. Los negros le veían como un
símbolo de su raza, y los blancos, como el americano que había ridiculizado al
Führer.
Pero detrás de los aplausos y
las serpentinas se escondía la realidad. Una realidad amarga.
–Después de Berlín, a pesar de
las cuatro medallas, nadie me ofreció un trabajo decente. Y como tenía una
familia que mantener, empecé a ganarme la vida corriendo contra caballos. Quizá
fuera degradante desde el punto de vista atlético, pero jamás uno debe ser tan
orgulloso como para despreciar un ingreso decente. Después, en 1938, alguien me
propuso participar en un negocio de lavandería: él ponía el dinero y yo el
nombre. Pero el “pájaro” voló y yo tuve que hacerme cargo de las deudas: nada
menos que 50.000 dólares. Tuvimos que vender una casa que teníamos en Chicago
y, con la guerra y todo, me encontré con que a los cuarenta años no tenía
oficio ni beneficio. Menos mal que luego surgió la posibilidad de convertirme
en relaciones públicas y en eso sigo. Trabajo para cinco empresas distintas.
Tengo que poner punto final a la
entrevista. La cortesía con el enfermo así lo exige. Ruth, siempre atenta, nos
hace una foto juntos (en ella no puedo disimular la amargura del momento) y con
un tacto exquisito me aparta de su marido para enseñarme la soberbia casa desde
la que se divisa la Squaw Pike o montaña de la mujer india, una de las más
bonitas de Arizona. Y con un tono apagado, rezumando una infinita tristeza por
lo que se avecina, me habla de sus cuatro hijas, de su hijo Jesse, de los siete
nietos y ya un bisnieto, que viven, todos ellos, en Chicago. Al despedirme en
la barrera, vuelve a llorar en mi hombro. Y yo con ella.
UN “NEGRO AUXILIAR” RESPONDON
Estados Unidos mandó a la
Olimpiada de Berlin 1936 un equipo compuesto por 66 deportistas, entre ellos
diez de color, a los que la prensa del III Reich intentaba ridiculizar
llamándoles “negros auxiliares”. Entre estos negros destacaba un muchacho de
apenas veinte años llamado Jesse Owens, pero sin olvidarnos de otros “negros
auxiliares” que fueron también medalla de oro, como Cornelius Johnson, en salto
de altura; Archie Williams, en 400 metros lisos; John Woodruf, en 800 metros, y
en la prueba de 4×100 metros relevos, la apoteosis negra: Jesse Owens, Ralph
Metcalfe, Roy Draper y Frank Wikof establecieron un nuevo récord olímpico, 39
segundos 8 décimas, que se mantendría hasta los Juegos de Helsinki 1952.
El héroe de Berlin 1936 fue
James Cleveland Owens, Jesse Owens para todos, un atleta que dominó de manera
espectacular las pruebas de velocidad, ganando los 100 metros en 10.3 en una
final muy apretada con su compatriota y correligionario Ralph Metcalfe, quien
con el tiempo llegaría a ser elegido para el Congreso de los Estados Unidos. En
200 metros lisos Owens estableció un nuevo récord olímpico, fijándolo en 20.7 y
en la prueba de salto de longitud, gracias a la ayuda de su gran rival Lutz
Long (muerto años mas tarde en una acción de guerra en Sicilia), Jesse Owens,
con 8’06 metros fijaba un récord que se mantendría hasta la Olimpiada de Roma
en 1960, en que Ralph Boston, también atleta norteamericano de color, lo
superaba en seis centímetros.
Berlín 1936 fue para Jesse Owens
una gesta inolvidable. El “negro auxiliar” que pretendía ridiculizar la prensa
nazi salió respondón y, cuando el presidente del Comité Olímpico Internacional,
Baillet-Latour, propuso a Hitler que recibiera en su palco a los atletas alemanes,
el dictador respondió “que no había mucha oportunidad de felicitarles por culpa
de Owens”. Frase que haría famoso al negrito de Oakville al margen de las
medallas. Pero, en rigor histórico, hay que poner fin a la leyenda de que
Hitler se giró de espaldas para no tener que dar la mano a Owens. Esto es
falso. El propio Owens me lo aclaró:
–Se ha escrito esto, pero no es
cierto. Yo nunca estuve cerca de Hitler.
Hoy, uno de los paseos que
llevan al Estadio Olímpico de Berlin lleva el nombre de Jesse Owens. Los
alemanes han terminado por honrar la memoria de este gran deportista y mejor
persona.
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