domingo, 31 de julio de 2011

EL DIABLO CHINO



D. TORRES - Shanghái

El sol demoledor en la piscina de Pizzey Park, en la Costa de Oro de Queensland, ha vuelto del color del bronce a muchos grandes nadadores, pero no a Sun Yang, cuya piel transparente, como plato de porcelana, permanece intacta. Este chino de 19 años, 1,98 metros de estatura, miembros largos y andar rítmico es pura armonía hasta que alguien le pregunta por el apodo que le puso su prensa: El Pobre Diablo que Llora.
Acababa de batir con 14m 34,14s el récord mundial de los 1.500 metros libre, el más antiguo de la natación hasta ayer, y el oro colgaba de su cuello. Pero, en plena celebración, un periodista de su país le preguntó por el aspecto menos honroso de su pasado. Yang estiró el cuello y abrió su prolongada boca de pez hasta que sus labios pesados dejaron entrever una larga hilera de dientes separados e irregulares. "Desde los Juegos de Asia he descubierto que no todos los problemas pueden ser resueltos por un niño", dijo mientras su audiencia, paisanos en su mayoría, se desternillaba. "Cuando conseguí el oro en los Juegos de Asia, lloré, lloré y lloré. Pensaba que todo lo que importaba en la vida era ganar un oro. Ahora me he dado cuenta de que era una actitud inmadura. Estoy contento, pero no tan profundamente emocionado como entonces. Esto no ha sido tan inesperado. Tampoco es que haya sido un accidente exactamente. No me sorprende del todo. Por tanto, mi felicidad es relativa", añadió.
La graciosa manera de expresarse de Yang asombró un poco menos que su actuación en la final de los 1.500 metros, en la que dejó boquiabiertos a todos los espectadores menos a su entrenador, Denis Cotterell. Este australiano rubio y ajado sabe lo que tiene entre las manos. Fue el que moldeó a Grant Hackett. Y Hackett fue, hasta ayer, el dueño del récord más longevo, 14m 34,56s, conseguido en los Mundiales de Fukuoka 2001.
Hace un año, Cotterell le dijo a Hackett: "Hay un chico que el año que viene va a batir tu récord. Se llama Sun Yang".
Fue la primera vez desde que Kieren Perkins batió la plusmarca en 1992 que el récord de los 1.500 metros no lo conseguía un australiano. Como Perkins, Hackett solía controlar la prueba con un arranque insoportable. Marcaba el ritmo y anunciaba su estrategia desde el principio. Yang resultó más sinuoso. Dejó que el canadiense Ryan Cochrane se le emparejase y le utilizó como referencia durante los primeros 500 metros. A partir de ahí evolucionó con aparente desgana. Si Hackett tenía dos brazos gordos como remos que le servían para impulsarse, Yang no necesitaba clavar tanto las palancas. Su brazada larga y suave le deslizaba sobre el agua sin provocar apenas espuma, como una tabla de surf, con economía de movimientos y de energía. Mientras Cochrane empleaba más de 35 brazadas por largo, él no pasaba de 30.
Así se fue distanciando lentamente Yang hacia una victoria sin más historia que la ausencia de disputa. Hasta que llevaba 1.400 metros no empezó a bajar del ritmo de récord. Pasado el volteo, activó el batido de pies. Despegó como si le hubiesen acoplado una hélice. A una frecuencia terrible cuando el organismo del resto de los nadadores comenzaba a quedarse sin combustible.
El último 100 de Yang quedará para los anales. Iba a más de dos segundos del ritmo de récord y nadó los últimos dos largos en 45,22s. Con una vuelta así, habría sido sexto en la final de los 200 libre. En este caso, la embestida le valió recortar el récord de Hacktett en 0,42 segundos. Cuando tocó la pared el cronómetro se detuvo en 14m 34,14s.
El segundo oro de Yang en estos Mundiales, tras el que consiguió en los 800 libre, puso a China en el segundo puesto del medallero de la natación pura con cinco oros, dos platas y siete bronces. Justamente por debajo de Estados Unidos. El director técnico chino, Yao Zhengjie, atribuyó la explosión al desarrollo físico de los jóvenes en los últimos años y a la contratación de entrenadores extranjeros: estadounidenses, japoneses, británicos y australianos como Cotterell.
Yang se ganó fama de llorón durante los Juegos de Asia de 2010. Entonces no había podido contener las lágrimas por la emoción cada vez que había ganado un título y el asunto había llenado de asombro a un país de hombres que se caracterizan por la contención gestual. Ayer, sin embargo, se tomó su hazaña casi con indiferencia.

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