CARLOS ARRIBAS
El País.com
Usain Bolt es un niño de mamá, un vago hiperactivo con
escoliosis cuya vida, si pudiera resumirse en el título de una película, sería
algo así como: chicas, coches, cama, baile y juegos de vídeo.
Y una pizca de velocidad, claro, porque Bolt, jamaicano de
pueblo, de 27 años, es el hombre más rápido de la historia, “más rápido que un
relámpago”, precisa el título de su autobiografía, recién publicada en inglés,
y, como a él le gusta repetir, una leyenda viviente con un lema: “Corre mucho,
diviértete y vive deprisa”. “Y sé respetuoso y educado”, añade a menudo,
recordando en cada palabra los golpes que con el cinturón le daba su padre en
el culo cuando se pasaba de trasto.
Una madrugada de primavera de 2009, bajo un diluvio que
empezó a caer sin avisar, Bolt perdió a 130 kilómetros por hora el control de
su BMW, que acabó destrozado en una zanja después de varias vueltas de campana.
Unos días más tarde, Bolt, que ya era triple campeón olímpico y recordman
mundial, se compró una Biblia y empezó a leerla, pensando que si no se había
matado, ni él, ni las dos chicas que le acompañaban, era porque Dios tenía un
designio para él, al que tanto talento le había regalado.
Días después del despertar místico, lo que sintió fue
verdadero miedo. Como conducía descalzo, la peor consecuencia del accidente
fueron las espinas como garfios de la vegetación en la que aterrizó su coche
que se clavaron profundas en sus pies. Para extraerlas sin dolor, el cirujano
le aplicó anestesia epidural. En su libro, Bolt reconoce que lo que más le
preocupó de la intervención no fue el miedo a que las plantas de sus pies
quedaran afectadas para siempre, sino lo mucho, largas horas, que tardó su pene
en recuperarse de los efectos de la anestesia. Las piernas y los pies ya habían
recuperado su sensibilidad pero el pene, el último en despertar, seguía
dormido, y Bolt llegó a temer que se le quedara dormido para siempre.
Habría sido una tragedia para un joven que solo un par de
años antes lamentaba no haber seguido los consejos de una profesora que le
aconsejó que estudiara español para viajar por el mundo. “Y yo le respondí que
no, que ni loco, que odiaba el español. Y unos años después lo lamenté”,
escribe Bolt. “Muchas veces me he cruzado con chicas españolas y la mayoría
eran guapas de verdad. Mi único problema era que no podía hablar con ellas
porque no hablaba español. ‘Miss Jackson tenía razón’, pensé. Después me compré
el programa informático Piedra Rosetta para aprender algunas frases para ligar.
La verdad es que no le saqué mucho provecho, pero sí lo suficiente para saber
que cualquier cosa suena romántica en francés o en español, pero el alemán es
otra historia”.
Eso fue antes, por supuesto, de que Usain Bolt pasara de ser
simplemente un atleta muy rápido a convertirse, varias medallas de oro
olímpicas y mundiales más tarde, y varios récords, en una marca global, un
artista que trascendía las fronteras del atletismo. Cuando se convirtió en una
estrella, ya no necesitaba ni hablar inglés para ligar. “Las chicas se tiraban
a mí literalmente, podía elegir cada noche a la que quisiera. Ir a una fiesta
era para mí como para un niño entrar en una tienda de caramelos”. Y cuando su
entrenador, “y segundo padre”, Glenn Mills, le dijo que para ser campeón
debería dejarse de fiestas y sexo, Bolt le contestó que antes se suicidaba.
“Nunca renunciaré a las fiestas. El baile es mi válvula de escape. No quiero
que me roben la alegría”, escribe Bolt. “Tengo que divertirme para mantenerme
cuerdo”.
A las grandes citas, Juegos y Mundiales, en las que rinde
como nadie porque es lo único que le pone, llega Bolt más fuerte física y
psicológicamente que todos sus rivales. Le motivan los fanfarrones, los
norteamericanos Gay o Gatlin, que le lanzan desafíos extemporáneos y llega
relajado a las grandes competiciones, mientras a sus rivales les derrota la
tensión o el estrés. Esto fue así hasta el Mundial de Daegu 2011, al que llegó
dominado por las dudas. Se había tomado 2010 como año sabático y en 2011 sufrió
más que ningún año problemas en la espalda, dolores que influyeron en sus
salidas. Llegó a Daegu obsesionado por el miedo a una mala salida, víctima de
una ansiedad que se materializó, según relata, en una voz interior que, “un
latido antes del bang de la pistola”, le susurró. “¡Go! ¡Corre!”. Así narra
Bolt el punto más bajo de su carrera deportiva, la salida nula en la final de
los 100 metros de Daegu.
Del mal momento se recuperó con más sesiones de trabajo
durísimo —“me podía meter los dedos en la boca y forzar el vómito después de
series terribles: eso me aliviaba la náusea, pero no el dolor del ácido láctico
en las piernas”—, tres oros olímpicos más en Londres, una lección de humildad a
Yohan Blake y dos broncas más de Mills, que le acusó de “amateur” por
desaprovechar la oportunidad de batir el récord del mundo en las finales
londinenses de los 100 y los 200 metros.
Al final del libro, Bolt reconoce que encontrar motivación
para atravesar los años hasta Río 2016, donde ya tendrá 30, es el mayor
problema con el que se enfrenta. Pero piensa en un objetivo alcanzable y
magnífico: bajar de los 19s en los 200m. Aunque fuera un 18,99s. “Pero si no
llego bien a 2016, me haré futbolista. Creo que podría sumar algo en un equipo
profesional en Inglaterra. Hay muchos extremos en la Premier League que no
valen un pimiento, que no saben ni centrar. Yo puedo pillar pases largos,
regatear en velocidad a unos cuantos defensas y crear una ocasión de gol. No
digo que sea un Cristiano Ronaldo, pero soy un tipo rápido con habilidad.
Imaginen lo que podría conseguir con un poco de práctica…”.
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