CARLOS ARRIBAS
El País.com
David Rudisha, de nuevo campeón del mundo, es uno y único,
pero tan grande es que en su unidad y en su unicidad es capaz de generar la
ilusión de que hay muchos David Rudisha escondidos bajo una eterna posición de
front runner, un cráneo privilegiado y un físico elegante e imponente de
guerrero masai.
Hay un Rudisha más veloz que el viento que no necesita
pensar en tácticas ni en cambios de ritmo porque su velocidad de crucero
asfixia cualquier estrategia, cualquier esperanza. Es el Rudisha que alcanzó su
plenitud el 9 de agosto de 2012 en Londres, en una final olímpica que nadie
olvidará, aquella en la que se convirtió en el primer ser humano que bajaba de
los 101 segundos en las dos vueltas de pista, los 800 metros . Hay un
Rudisha que se lesionó en mayo de 2013 y que, durante su interminable
recuperación de dos años atravesó el desierto de las dudas.
El invencible perdía carreras. Perdió la condición de
intocable, el respeto de unos rivales que antes no se atrevían a atacarle. Ese
mismo Rudisha llegó a Pekín con solo la octava mejor marca del año, rodeado de
corredores jóvenes con piernas cortas de dinamita y acero. No tiene velocidad
para asfixiar como antes, decían; con esa zancada tan larga no tiene cambio de
ritmo para responder en los últimos 50 metros . Olvidaban de quién hablaban.
Hablaban de uno capaz de obligar a todos, desde la cabeza
siempre, a correr las semifinales a un ritmo tan lento como 1m 47s y aun así
lograr que el rival más temido por su sprint, el botsuano Nivel Amos, el que
quedó segundo tras él en Londres bajando de 1m 42s, quedara eliminado para la
final; hablaban de uno que comenzó la final más lento aún (54,15s los primeros
400m, a ritmo de paseo) escudado por su compatriota Rotich, una lentitud que
pareció entontecer las entendederas de los que hablaban. Amel Tuka, el bosnio
llegado del 400m, se conformaba con ir atrás, a cola, lejos de Rudisha,
pensando en sus devastadores últimos 50m. Adam Kszczot, más nervioso, con un
final más largo, intentó un ataque sorpresa por el interior al inicio de la
curva de los 200m. Inmutable y velozmente inteligente, Rudisha cerró el hueco y
aceleró la marcha, iniciando, como quien no quiere la cosa, sin necesidad de un
aparatoso cambio de ritmo, su progresión implacable. Delante de él, el vacío en
el que su larga zancada no encontraba obstáculos; detrás, una desbandada, un
sálvese quien pueda: el polaco que resistía y el bosnio que se preparaba y que,
dada la distancia que quiso recuperar en la recta, llegó tarde. Ganó Rudisha,
uno, único, con 1m 45,88s. Cinco segundos más lento que en Londres. La segunda
final más lenta en unos Mundiales.
A sus espaldas, los explosivos no hablaban de victoria.
Sencillamente se preguntaban qué error podían haber cometido para no ganar una
carrera táctica, una carrera como la que ellos querían. Y no encontraban más
respuesta que una constatación: como Rudisha no hay ninguno. “Una vez que la
velocidad ha vuelto a mí ya sabía que ganaría”, dijo el keniano. “No me importaba
el ritmo, lento o rápido, sabía que ganaría”.
Antes de que la clausurara el rey David recuperando la
corona que la lesión le impidió defender en Moscú 13, la noche ya era puramente
de gozo keniano y llanto norteamericano. Cuando aún daba el sol, un empacho de
himno y banderas kenianas (se entregaban las medallas a Cheruiyot, ganadora de
los 10.000 la víspera, y a los tres dirigidos por Kemboi que coparon el podio
de los 3.000 obstáculos). Otro keniano, un Nicholas Bett de 23 años que en
todas las eliminatorias mejoraba segundo a segundo su marca personal, se
imponía por la calle nueve, la que mejor conviene a su zancada, en los 400m
vallas. La prueba supuso un desastre para los favoritos, los estadounidenses
Michael Tinsley, quien tropezó en la valla más difícil, la de la salida de la
segunda curva y terminó último, y Kerron Clement (cuarto). Bett mejoró otro
segundo su marca, dejándola en 47,79s. Es el primer keniano que gana un oro en
una distancia inferior a los 800m.
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