CARLOS ARRIBAS
El País.com
“Que no, que no estoy serio, que soy muy feliz”, dijo luego como el niño que se ha mosqueado por capricho y le fastidia que se lo echen en cara, y siente vergüenza porque sabe que no tiene razón. “Lo que pasa es que estoy muy concentrado en hacerlo bien. Me tocaba centrarme en la salida y creo que me ha ido bien”. Así, Bolt, a quien le pusieron a Bob Marley a todo trapo en el estadio los rígidos organizadores rusos, en un intento fallido de lograr tanto que las decenas de jamaicanos aficionados con sus camisetas amarillas se montaran un baile reggae para olvidar las desazones últimas (varios positivos que permiten hacer dudar del don natural de la velocidad con el que, como se sabe, nacen todos los caribeños) como de conseguir que Bolt sonriera y se marcara, por favor, un saludo de los suyos, el arquero atómico y atigrado, como el espaldar de sus camisetas Puma.
Bolt no estaba para fiestas ni para bailes. Bolt tenía deberes. Su miedo, y su entrenador, Glen Mills, después de analizar su última prestación premoscovita, unos 9,85s frustrantes marcados por la peor salida de su vida (así lo reconoció el hombre más rápido de la humanidad), le obligaban a ponerse serio, a no distraerse en la salida (la nula, recuerdo del Daegu en el que hizo grande a su compatriota y ya no tan amigo Yohan Blake, le tocó en esta ocasión a su vecino de calle en la séptima serie, Kemar Hayman, de Islas Caimán), a demostrar que había asimilado las últimas correcciones. Así lo hizo, salió como el rayo y después dejó de correr, lo que dejó a la gente fría, muy alejada del clímax casi orgásmico con que suelen terminar las carreras del fenómeno. Ganó su serie (era imposible no hacerlo, ni corriendo a la pata coja habría dejado de ser el más rápido), pero lo hizo solo con el séptimo mejor tiempo de los participantes, unos tristes 10,07s. Por delante de él, entre estadounidenses, jamaicanos y otros caribeños, hasta un chino (el feliz Zhang Peimeng, quien batió el récord de China con 10,04s) y hasta un francés (Vicaut, que no Lemaitre).
Y tal fue su grado de obediencia a las órdenes de su maestro que ni siquiera
las rompió para comerse el bombón que le ofrecieron todas las Rusias unidas: ni
en los tiempos soviéticos ni tampoco en los putinescos había logrado correr los
100 metros en menos de 10s en sus tierras. Bolt se quedó sin ese placer, que le
robaron dos norteamericanos, los dos que se antojan sus mejores acompañantes en
la final de este domingo, Justin Gatlin, que con sus 9,99s en la tercera serie,
tuvo el honor de ser el primero que lo conseguía, y Mike Rodgers, quien con
9,98s en la sexta serie le robó rápidamente la plusmarca.
“Esta pista es rápida, muy rápida, tan rápida como la de Londres, o incluso
más”, dijo Rodgers del suelo de goma instalado en el Luzniki, que, en teoría
solo difiere del olímpico de Londres en el color, rojo este. “Las pisadas
rebotan que da gusto, enérgicas”. El objetivo de los instaladores no es otro que
animar a los velocistas, es decir, a Bolt, a la búsqueda de un récord que marque
el evento para siempre. Y no se sabe muy bien si el jamaicano espectacular
piensa en ello, pero ni sus últimas actuaciones (este año no se ha impuesto tan
decisivamente en ninguna carrera) ni el paso de los años parecen a favor de la
apuesta. Y ya hace cinco años de Pekín 2008, donde asombró al mundo con dos
récords increíbles en los 100 m y en los 200 m; y cuatro de Berlín 2009, donde
los dejó en los actuales 9,58s y 19,19s.
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