AMAYA IRÍBAR
El País.com
La historia de la primera medalla del equipo español en los Mundiales de Moscú, la del bronce en los 20 kilómetros marcha de Miguel Ángel López, se puede contar a través de los corredores, de sus caras descomponiéndose por el esfuerzo, del sudor que desprenden desde el primer minuto bajo un sol matador y del gesto desolado de los que van cayendo eliminados por levantar los pies más de la cuenta del suelo. Pero sería un relato un tanto aburrido porque el grupo sale a las cinco en punto del estadio Luzniki, con 29 grados y un 40% de humedad ambiental oficiales para dar nueve vueltas a un circuito de dos kilómetros que en realidad son dos largas rectas unidas por sendas curvas junto al río. Y aunque el grupo de marchadores se rompe desde el principio por el empuje de los japoneses Saito y Suzuki, y pasado el ecuador la cosa empieza a ponerse interesante porque entran en acción los árbitros y sus cartulinas de colores y empieza a hacer mella el cansancio, es mucho más interesante observar a los entrenadores detrás de las mesas de avituallamiento, cada una marcada por la bandera correspondiente.
En este caso el protagonista es José Antonio Carrillo, que guía los pasos de López en las escuela de marchadores de Cieza (Murcia), de la que han salido varios atletas olímpicos.
Carrillo, que tiene pinta de tipo divertido e hiperactivo, no para quieto. Acompañado por Quintana, que entrena a Álvaro Martín (ayer 24º), machaca hielo como para hacer un mojito, con golpes secos y pisotones si hace falta, rellena las gorras de los marchadores con él y prepara botellas de agua y de sales para López, y con un brebaje parduzco para Arcilla, el tercer español en competición, en una actividad trepidante que solo detiene la visita acelerada de los marchadores.
Pero no es lo que hace sino lo que dice el técnico lo que ayuda a entender cómo va la prueba para su corredor. Del “¡Miguel, quítate la gorra!” de las primeras vueltas, cuando ve sufrir a López por el calor, al que se le escapa una botella de las manos antes de beber su líquido refrigerante, al “la pelota es suya. Él sabe lo que tiene que hacer” cuando empiezan a pinchar rivales, cuando ceden los valientes japoneses y sus gorras atómicas, cuando el chino Wang, bronce en Pekín, es el primer y sorprendente eliminado. Cuando empieza el drama o la fiesta, según a qué mesa se mire.
En la española, luego vienen las cábalas —“si descalifican a uno más coge medalla”, se escucha a un ansioso Carrillo—, los primeros nervios cuando el técnico ve acercarse por primera vez de verdad esa posibilidad, los gritos de ánimo al alumno que parece que ahora, con el sol en retirada y las nubes en el horizonte, ha recuperado el ánimo y las fuerzas —“¡Si eres el mejor, técnicamente no hay nadie como tú! ¡Vamos, a por ello!”, le grita intentando transmitirle aún más fuerzas—. Los ruegos y los comentarios con su colega cuando López se aleja. Y también la confusión porque desde el otro lado del circuito le avisan a gritos de que han eliminado Barrondo, que iba segundo y fue plata en los Juegos Olímpicos de Londres hace justo un verano, pero el guatemalteco sigue cimbreando el cuerpo un rato largo, casi hasta las puertas del estadio.
La eliminación de Barrondo sella el bronce de López -el oro fue para el ruso Ivanov; la plata se la llevó el chino Chen-, pero este ya ha dejado atrás a su entrenador y marcha camino del estadio, de Luzniki, de su medalla. Va sin la gorra, que rechazó en la última visita a Carrillo. “No quería llegar con ella, quería verlo todo, la entrada al estadio por el túnel, la vuelta a la pista, todo”, diría luego, más cansado que emocionado el murciano.
El entrenador lo verá de lejos, en una de las pantallas colocadas en el circuito, y como único gesto se permitirá levantar los puños al aire a modo de celebración. Está tan contento que coge una gorra al vuelo y luego se agarra al palo que sujeta la bandera y resopla de felicidad. Con esa felicidad en la cara, con el trabajo cumplido, empieza a recoger las botellas, a doblar las gorras, a guardar el cronómetro y el papel donde ha ido apuntando los tiempos, la bandera que reposaba sobre una silla. Y también a recibir felicitaciones porque la suya era una medalla posible pero no esperada: de Quintana, de algunos federativos, de un pequeño grupo de aficionados que se le acercan.
“Mentiría si dijera que no me lo esperaba porque hemos trabajado para conseguir este resultado y los últimos entrenamientos de Miguel han sido muy buenos”, dijo nada más empacar todo y mientras recordaba el mes que ambos pasaron en Font Romeu (Francia) para beneficiarse de la preparación en altura y las dos visitas anteriores a Sierra Nevada con idéntico objetivo. “Pero este clima, tanto calor, no le va bien y por eso habíamos planteado no arriesgar mucho al principio”.
Carrillo, que se define como “un puritano de la marcha”, confiaba en la fortaleza mental de su alumno y en su seguridad técnica y López le respondió creciéndose al final y no recibiendo ni un solo aviso de los árbitros. “Me ha costado muchísimo, el día ha sido durísimo. Al principio con el calor me he sentido muy mal, pero luego me he ido encontrando poco a poco mejor y en los últimos cinco kilómetros me he dado cuenta de que la gente se iba quedando. He hecho la carrera que quería”, dijo López, que tiene 25 años, la madurez de un atleta que ya fue quinto en los Juegos de Londres el verano pasado y la presión que el mismo se impone para hacerlo bien.
López, que empezó en la marcha a los 11 años casi por casualidad ofreciéndose para llenar un hueco en el equipo de atletismo en el que se entrenaba, parece seguir uno a uno los pasos de Juan Manuel Molina, el marchador al que más admira porque “de cabeza era una máquina”, y que también salió de la escuela de Carrillo para ser quinto en los Juegos de Atenas 2004 y bronce mundialista al año siguiente. Molina es hoy profesor en la UCAM de Murcia, la privada que patrocina a algunos de los mejores olímpicos españoles, al propio López y a su club, el Athleo Cieza.
Este bronce no solo confirma el legado de Molina. Es además el último eslabón de una larga tradición: la marcha española dio la primera medalla olímpica al atletismo español, precisamente en Moscú, cuando Jordi Llopart se colgó la plata en los 50 kilómetros. Hasta ayer esta disciplina era también responsable de 15 de las 37 medallas que la selección ha logrado en unos Mundiales. La 16ª es para Miguel Ángel López. Y para su entrenador, José Antonio Carrillo.
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La historia de la primera medalla del equipo español en los Mundiales de Moscú, la del bronce en los 20 kilómetros marcha de Miguel Ángel López, se puede contar a través de los corredores, de sus caras descomponiéndose por el esfuerzo, del sudor que desprenden desde el primer minuto bajo un sol matador y del gesto desolado de los que van cayendo eliminados por levantar los pies más de la cuenta del suelo. Pero sería un relato un tanto aburrido porque el grupo sale a las cinco en punto del estadio Luzniki, con 29 grados y un 40% de humedad ambiental oficiales para dar nueve vueltas a un circuito de dos kilómetros que en realidad son dos largas rectas unidas por sendas curvas junto al río. Y aunque el grupo de marchadores se rompe desde el principio por el empuje de los japoneses Saito y Suzuki, y pasado el ecuador la cosa empieza a ponerse interesante porque entran en acción los árbitros y sus cartulinas de colores y empieza a hacer mella el cansancio, es mucho más interesante observar a los entrenadores detrás de las mesas de avituallamiento, cada una marcada por la bandera correspondiente.
En este caso el protagonista es José Antonio Carrillo, que guía los pasos de López en las escuela de marchadores de Cieza (Murcia), de la que han salido varios atletas olímpicos.
Carrillo, que tiene pinta de tipo divertido e hiperactivo, no para quieto. Acompañado por Quintana, que entrena a Álvaro Martín (ayer 24º), machaca hielo como para hacer un mojito, con golpes secos y pisotones si hace falta, rellena las gorras de los marchadores con él y prepara botellas de agua y de sales para López, y con un brebaje parduzco para Arcilla, el tercer español en competición, en una actividad trepidante que solo detiene la visita acelerada de los marchadores.
Pero no es lo que hace sino lo que dice el técnico lo que ayuda a entender cómo va la prueba para su corredor. Del “¡Miguel, quítate la gorra!” de las primeras vueltas, cuando ve sufrir a López por el calor, al que se le escapa una botella de las manos antes de beber su líquido refrigerante, al “la pelota es suya. Él sabe lo que tiene que hacer” cuando empiezan a pinchar rivales, cuando ceden los valientes japoneses y sus gorras atómicas, cuando el chino Wang, bronce en Pekín, es el primer y sorprendente eliminado. Cuando empieza el drama o la fiesta, según a qué mesa se mire.
En la española, luego vienen las cábalas —“si descalifican a uno más coge medalla”, se escucha a un ansioso Carrillo—, los primeros nervios cuando el técnico ve acercarse por primera vez de verdad esa posibilidad, los gritos de ánimo al alumno que parece que ahora, con el sol en retirada y las nubes en el horizonte, ha recuperado el ánimo y las fuerzas —“¡Si eres el mejor, técnicamente no hay nadie como tú! ¡Vamos, a por ello!”, le grita intentando transmitirle aún más fuerzas—. Los ruegos y los comentarios con su colega cuando López se aleja. Y también la confusión porque desde el otro lado del circuito le avisan a gritos de que han eliminado Barrondo, que iba segundo y fue plata en los Juegos Olímpicos de Londres hace justo un verano, pero el guatemalteco sigue cimbreando el cuerpo un rato largo, casi hasta las puertas del estadio.
La eliminación de Barrondo sella el bronce de López -el oro fue para el ruso Ivanov; la plata se la llevó el chino Chen-, pero este ya ha dejado atrás a su entrenador y marcha camino del estadio, de Luzniki, de su medalla. Va sin la gorra, que rechazó en la última visita a Carrillo. “No quería llegar con ella, quería verlo todo, la entrada al estadio por el túnel, la vuelta a la pista, todo”, diría luego, más cansado que emocionado el murciano.
El entrenador lo verá de lejos, en una de las pantallas colocadas en el circuito, y como único gesto se permitirá levantar los puños al aire a modo de celebración. Está tan contento que coge una gorra al vuelo y luego se agarra al palo que sujeta la bandera y resopla de felicidad. Con esa felicidad en la cara, con el trabajo cumplido, empieza a recoger las botellas, a doblar las gorras, a guardar el cronómetro y el papel donde ha ido apuntando los tiempos, la bandera que reposaba sobre una silla. Y también a recibir felicitaciones porque la suya era una medalla posible pero no esperada: de Quintana, de algunos federativos, de un pequeño grupo de aficionados que se le acercan.
“Mentiría si dijera que no me lo esperaba porque hemos trabajado para conseguir este resultado y los últimos entrenamientos de Miguel han sido muy buenos”, dijo nada más empacar todo y mientras recordaba el mes que ambos pasaron en Font Romeu (Francia) para beneficiarse de la preparación en altura y las dos visitas anteriores a Sierra Nevada con idéntico objetivo. “Pero este clima, tanto calor, no le va bien y por eso habíamos planteado no arriesgar mucho al principio”.
Carrillo, que se define como “un puritano de la marcha”, confiaba en la fortaleza mental de su alumno y en su seguridad técnica y López le respondió creciéndose al final y no recibiendo ni un solo aviso de los árbitros. “Me ha costado muchísimo, el día ha sido durísimo. Al principio con el calor me he sentido muy mal, pero luego me he ido encontrando poco a poco mejor y en los últimos cinco kilómetros me he dado cuenta de que la gente se iba quedando. He hecho la carrera que quería”, dijo López, que tiene 25 años, la madurez de un atleta que ya fue quinto en los Juegos de Londres el verano pasado y la presión que el mismo se impone para hacerlo bien.
López, que empezó en la marcha a los 11 años casi por casualidad ofreciéndose para llenar un hueco en el equipo de atletismo en el que se entrenaba, parece seguir uno a uno los pasos de Juan Manuel Molina, el marchador al que más admira porque “de cabeza era una máquina”, y que también salió de la escuela de Carrillo para ser quinto en los Juegos de Atenas 2004 y bronce mundialista al año siguiente. Molina es hoy profesor en la UCAM de Murcia, la privada que patrocina a algunos de los mejores olímpicos españoles, al propio López y a su club, el Athleo Cieza.
Este bronce no solo confirma el legado de Molina. Es además el último eslabón de una larga tradición: la marcha española dio la primera medalla olímpica al atletismo español, precisamente en Moscú, cuando Jordi Llopart se colgó la plata en los 50 kilómetros. Hasta ayer esta disciplina era también responsable de 15 de las 37 medallas que la selección ha logrado en unos Mundiales. La 16ª es para Miguel Ángel López. Y para su entrenador, José Antonio Carrillo.
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