lunes, 25 de julio de 2011

EL AUSTRALIANO INESPERADO



DIEGO TORRES El País.com

Michael Phelps puso un pie en el rebosadero de la piscina y se impulsó hacia afuera con dificultad, como si llevase colgadas del cuello las 25 medallas que ha ganado en los Mundiales de natación desde 2003. Dio la vuelta por detrás de los bloques de salida y después de recorrer la plataforma con la mirada perdida volvió su rostro hacia el otro extremo, donde las turbulencias indicaban que su compañero, Garrett Weber-Gale, hacía el viraje en desventaja. Acababa de nadar la primera posta del relevo estadounidense de 4x100 y su instinto, las sombras que había intuido en el ángulo de las gafas, el sonido de las patadas en el agua, le indicaban que había encontrado un problema. Y, por primera vez desde 2004, cuando perdió los relevos en Atenas, el problema no tenía solución.
Phelps salió preocupado del agua porque a pesar de llevar años intentando desarrollar su velocidad punta para competir en los 100 libres, los Mundiales de Shanghái le abrían las puertas con una advertencia terrible. Todavía existen nadadores que pueden superarle ampliamente en esta distancia. Incluso nadadores desconocidos, como el australiano James Magnussen. Había ganado los trials de su país en abril con un tiempo de 48,29s pero, a sus 19 años, nada hacía pensar que se trataba de un competidor tan agresivo, tan desinhibido, tan capaz de nadar la primera posta en 47,49s. Exactamente un segundo más veloz que Phelps, que acababa de hacer su mejor parcial de relevo con bañador textil. ¿Cómo no estar preocupado? Phelps contempló a sus compañeros con el rostro desencajado. Los vio alejarse. Perderse. Primero, tras la estela de los australianos lanzados tras Magnussen. Después, tras los franceses.
"Ha sido duro", dijo Phelps, antes de perderse en la noche de China jurando devolver el golpe. Magnussen, de grandes ojos azules, pálido y huesudo como un Frankenstein, se manifestó con el entusiasmo de los inconscientes. Acababa de devolverle a Australia el oro en los 4x100 libres que habían conquistado Thorpe y Klim en los Juegos de 2000 y en los Mundiales de 2001. Ese oro de equipo que formaba parte de una obsesión nacional en un país que cultiva la natación como parte de su identidad. "Esto no debe quedar aquí", decía Eamon Sullivan, "ahora debemos ganar el oro en Londres".
Sullivan, el hombre ancla en la prueba, sabía que con un talento como el de Magnussen todo es posible. Y Magnussen contó su hazaña como si hubiera sido sencilla: "Esto nos pondrá en el mapa. Yo solo pensé en llegar el primero a la primera pared porque si lo hacía en el regreso me sentiría más tranquilo. Soy un especialista en el segundo 50. Me sentía capaz de sostener la velocidad hasta el final".
Eddie Reese, el responsable técnico del equipo masculino estadounidense, debió hacerse cargo con amargura de la primera derrota en esta prueba en siete años. "Sentimos que Francia era el equipo a batir", dijo, admitiendo errores de cálculo, "y sabíamos que Australia tenía una gran salida. Al final los australianos mantuvieron ese empuje para liderar hasta el final. Pero nosotros tuvimos tres tiempos parciales [los de Webber-Gale, Lezak y Adrian] que no fueron en absoluto como pensamos. Y nos sorprendieron. Sabíamos que el primer nadador de Australia saldría muy rápido. Lo que no esperábamos es que se mantuviera ahí arriba. Y Sullivan, el ancla, tiene un historial intimidante. Me daba más miedo. Pero el que me da más miedo Magnussen".
Magnussen, orgulloso descendientes de emigrantes noruegos a Oceanía, tuvo una neumonía hace dos semanas. Pero se recuperó a tiempo. A tiempo de hacer historia. A tiempo de colocar a Phelps ante un problema colosal.

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