sábado, 23 de agosto de 2008

'Superman 3'


A la puerta del estadio, en el paseo por el parque temático de la arquitectura del siglo XXI en que consiste el anillo olímpico, la alegría infantil se traduce en el concurso entre jóvenes pekineses por hacerse el mayor número de fotos posibles con guiris de diferentes países, occidentales, por supuesto. Se le puede llamar espíritu olímpico a ese deseo de confraternizar icónicamente con gentes de medio mundo. Usain Bolt y sus colegas, que se mueven solamente por el interior del estadio, a la velocidad del rayo, traducen esa alma global en el paso de un testigo. Usain Bolt y sus colegas, Nesta Carter, Michael Frater y Asafa Powell, corrieron ayer la final olímpica como niños que juegan al pañuelo o al pillar en la plaza de su pueblo.

Ganaron, como se esperaba, y, como quien no quiere la cosa, batieron el récord del mundo, una marca, el orgullo del imperio de la velocidad, Estados Unidos, de su mecánica y de su ingeniería del sprint, que llevaba 16 años escrita, desde Barcelona 92, y la firma del hijo del viento, Carl Lewis. Los jamaicanos la reventaron por 30 centésimas (de 37,40s bajaron a 37,10s), suficientes para que el pollo Bolt, el rey del Nido, sumara su tercer oro olímpico acompañado de su correspondiente récord mundial, para que Jamaica completara el copo de la velocidad, para que el atletismo recobrara, aunque sólo fuera por una noche mágica, la inocencia perdida con tanto escándalo de dopaje. Lo celebraron bailando. Fue la tercera, la última tarea china, de Superman, como Michael Johnson bautizó al prodigio de Trelawny, donde las montañas azules.

"Les pedí a los chavales que lo hicieran por mí, que ellos podían", dijo Bolt, que se había tomado tan en serio el juego que eligió correr la curva, su curva, la del prodigioso récord de los 200m, en lugar de quedarse con el último relevo, la última recta, la que simboliza el triunfo del equipo. "Y ellos me dijeron, 'tranquilo, estamos contigo'. Y hemos batido el récord". Carter, el primero del clan, salió fatal y no corrió mucho mejor. Su tiempo de reacción fue superior a las dos décimas y su transmisión del testigo, manifiestamente mejorable. La recta de Frater tampoco pasará a la historia de la velocidad, pero toda la vulgaridad se transformó en fábula, en cosa de dibujos animados, por supuesto, a la entrada de su curva donde le esperaba, de espaldas, contando mentalmente hasta diez antes de empezar a acelerar, a mover su enorme carcasa a la velocidad de la luz, Usain Bolt.

El pollo volvió a transformarse, bip, bip, en rayo, a desafiar a las fuerzas que tan bien catalogó Newton y a trazar la curva como si fuera una recta, sin descarrilar. A la salida le esperaba Powell, a quien, como en Osaka, hace un año, el fracaso individual le devuelve la alegría de correr en equipo. Recibió el testigo y el aliento de Bolt, que corrió tras él la recta, 30, 40 metros, gritando, ¡go! ¡go! ¡go! No lo necesitaba Powell, que requería, no el oro, que ya estaba ganado, sino el récord, más aún que su compañero y aceleró como nunca hasta la meta. Necesitaba vocear Powell, quien como todo sprinter, está más hecho de soberbia que de humildad; necesitaba proclamar su reino. "Jamaica es la capital mundial del sprint", dijo. Y Bolt, más exaltado aún, gritó: "Hemos conquistado el mundo y los hemos conquistado para quedarnos para siempre".

Aunque ninguno de los dos batió tres récords en el camino, Jesse Owens y Carl Lewis, los dos dioses del atletismo norteamericano, ganaron cuatro medallas de oro en unos solos Juegos, los de Berlín 36 y los de Los Ángeles 84. Ambos, buenos saltadores, añadieron al triplete del velocista -100, 200 y relevo-, la longitud. Ambos, además, adquirieron con sus victorias un valor simbólico muy preciso. Aquel verano de 1936, Owens fue el negro que le restregó a Hitler bajo su bigote la falacia de sus teorías de la superioridad aria; en 1984, en Los Ángeles, Lewis, el negro que en su perfección gestual, en su eficiencia mecánica, personificó la idea de superpotencia que aún manejaba su presidente, Ronald Reagan. Anoche, en Pekín, a pocos kilómetros de Tiananmen y del retrato de Mao sobre los muros de la Ciudad Prohibida, Bolt fue la alegría, la inocencia a ritmo de reggae, que no renuncia a ser el motor del cambio del mundo.

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