El País.com
La noche anterior, en la BBC, una psicóloga avanzaba la atractiva teoría de que el ruido atronador con el que los británicos ensordecen los estadios en los que sus atletas se desenvuelven era la mejor arma que se conoce contra los efectos devastadores del ácido láctico en el organismo cuando el esfuerzo es máximo. Por eso, añadía, en las pantallas de los estadios, los velódromos, las canchas..., se pide al público en los momentos clave “make some noise” (“haced ruido”). No hay evidencia científica que apoye la teoría (aunque los fisiólogos hablan de que, en el fondo, todo es química; también los procesos psicológicos que permiten vencer al reflejo del dolor; la ascensión del ácido láctico que avisa de que el cuerpo está a punto de caer víctima del desequilibrio homeostático), pero Haile Gebrselassie, que ha corrido mucho, con sus propias palabras, habla de que el día que más ruido le atronó en un estadio, cuando sus fabulosos 200 metros finales codo a codo con Tergat en la final de los 10.000 metros de Sidney 2000, gozó de una experiencia “mágica”. “Ni siquiera sentía que mis pies tocaran el suelo. Fue como correr soñando”, dice.
Seguramente cuando dentro de unos años Jessica Ennis, Greg Rutherford y Mo Farah recuerden la noche del 4 de agosto de 2012 utilizarán expresiones similares. Trascendidos en su esfuerzo, su furia competitiva transportada en una nube de ruido, los tres dieron a su país, Gran Bretaña, tres medallas de oro en menos de una hora.
A Mo Farah, que en un codo a codo eterno en la última vuelta hundió las esperanzas últimas y mínimas de Kenenisa Bekele de una tercera victoria consecutiva en los 10.000 metros, el estruendo le acompañó arrítmico durante la mayor parte de los 27m 30,42s que duró su final, pero se hizo increíble en los 53,48s de los últimos 400, la última vuelta, en la que se puso primero al toque de campana y con una progresión interminable y demoledora, una combinación imposible de decenas de cambios de ritmo, o eso pareció, que deberían haber elevado su láctico a territorios inexplorados si no fuera por el taponamiento proporcionado por los decibelios desenfrenados. En cada una de sus amplias zancadas, Farah, británico de origen somalí, portaba la buena nueva de los nuevos métodos de entrenamiento que en su campo de Oregón dispensa Alberto Salazar. Y la plata de su compañero de fatigas cotidiano, el norteamericano Galen Rupp, que se colocó a su estela, es la prueba de su verdad. Es Rupp el primer blanco que acaba en un podio de 10.000 metros desde el siciliano Salvatore Antibo en Seúl 1988.
El momento láctico de Ennis, la campeona olímpica de heptatlón, de Sheffield, hija de jamaicano e inglesa, fue menor en tiempo, pero no en intensidad. Líder desde la primera prueba, las vallas, el viernes, no perdió en ningún momento el control y la nube de ruido se hizo más evidente que nunca en el momento en que ascendió al podio para recibir una medalla a la que no pudo aspirar en Pekín 2008 al lesionarse en la víspera. Rutherford, por su parte, ganó una longitud mediocre y decepcionante con solo 8,31 metros, la peor marca desde Múnich 1972, a solo cuatro centímetros de la mejor suya y récord británico, 8,35. Sin embargo, para que el pelirrojo de Milton Keynes desbordara a una oposición inexistente (la plata se la llevó el australiano Watt con 8,16m) y emulara al galés Lynn Davies, el último británico campeón olímpico de longitud (Tokio 1964), fue necesario el inevitable ruido en sus 40 zancadas veloces hasta su vuelo de oro.
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