viernes, 15 de octubre de 2010

LA REBELIÓN DE TOMMIE SMITH


Santiago Segurola. Marca.com

Octubre del 68 fue pródigo en maravillas. El atletismo conoció una revolución en los Juegos de México, disputados a más de 2.000 metros de altura, en la primera versión sintética de unas pistas que hasta entonces habían sido de tierra. Todo se conjuró para asistir a unas marcas siderales, algunas de las cuales permanecen entre las mejores de la historia. En México, Bob Beamon saltó 8,90 metros -55 centímetros más que el anterior récord mundial-, Lee Evans bajó de 44 segundos en los 400 metros, Jim Hines rompió la barrera de los 10 segundos en los 100 metros, Dick Fosbury se impuso en salto de altura con un novedoso estilo que casi inmediatamente se convirtió en el modelo patrón de la especialidad, Víktor Saneiev comenzó su legendaria trayectoria en el triple salto con una marca de 17,39 metros, el británico David Hemery batió el récord mundial de 400 metros vallas por ocho décimas de segundo y los kenianos Kip Keino (1.500 metros), Naftalí Temu (10.000) y Amos Biwott (3.000 metros obstáculos) conquistaron las primeras medallas para el país que ha definido el éxito en las pruebas de fondo. Todo aquello ocurrió en México hace 42 años, pero nada fue más trascendente que la victoria de Tommie Smith y sus consecuencias.
El 16 de octubre, Smith venció en los 200 metros con una marca impresionante: 19.83 segundos. Esa carrera le valdría por derecho un puesto entre los mejores velocistas de la historia, tanto por la marca como por la manera de obtenerla. Nadie ha sido más elegante que Smith sobre una pista. Medía 1,92, fino de piernas, altivo, de tranco largo y suave, un prodigio que llegó a México precedido por su fama en los 200y 400 metros. No se sabía, sin embargo, que Tommie Smith era el séptimo de los 12 hijos de un recogedor de algodón de Texas. La familia emigró a California en las condiciones más precarias que puedan conocerse. Tampoco se sabía que en California no había mejorado mucho la suerte de los Smith. Volvieron a trabajar en los campos por jornales miserables. Tommie Smith tenía grabados a fuego aquellos días. Era introvertido y tímido, pero tenía conciencia de lo que ocurría a su alrededor en uno tiempos turbulentos: la guerra de Vietnam, el mayo francés, la lucha por los derechos civiles, la revolución pop y demás torbellinos de una época llena de exaltación y esperanza.
Smith estudiaba en la Universidad de San José State, cercana a San Francisco. Allí coincidió con varios de los mejores sprinters del momento. Lee Evans, su gran rival en los 400 metros, estaba entre ellos. Aquel hervidero de estrellas, dirigido por el Bud Winters, también destacaba por su inquieta vida política. Harry Edwards, profesor de Sociología, había comenzado a propagar su campaña contra la segregación racial. Su divisa era el Poder Negro (Black Power). Sus ideas encontraron un excelente acomodo entre algunos de los mejores deportistas negros de California. Ninguno era más activo que Lew Alcindor, el célebre pívot de UCLA. El objetivo era utilizar el ámbito deportivo para denunciar la discriminación racial.
Tommie Smith, Lee Evans y el neoyorquino John Carlos figuraban en el grupo de Harry Edwards. Durante meses prepararon las estrategias de denuncia. Ninguna era más impactante que el boicot a los Juegos de México. Las discusiones fueron acaloradas. El rechazo a participar en los Juegos significaba un estigma terrible. Lew Alcindor, que poco tiempo después cambiaría su nombre por el de Kareem Abdul Jabbar, llevó su compromiso hasta el final. Se negó a integrarse en el equipo olímpico estadounidense. Tommie Smith, Lee Evans y John Carlos se ganaron el puesto en las pruebas de selección y acudieron a México dispuestos a proclamar su protesta.
La final de 200 metros sería más conocida por sus consecuencias que por la prodigiosa marca del ganador. Aquella carrera memorable se distinguió por la fastuosa aceleración de Smith en los últimos 70 metros. Le llamaban Jet y despegó como tal. Apareció por detrás de John Carlos a la salida de la curva y de repente su zancada comenzó a crecer, acompañada por un equilibrio armónico, casi irreal. Abrió un hueco tan rápido y tan considerable que Carlos le observó estupefacto. No podía creer lo que veía. A falta de 15 metros, Tommie Smith –camiseta azul marino, pantalón blanco, medias negras y zapatillas blancas- abrió los brazos en cruz, convencido de su victoria. Ese gesto le restó alguna centésima, pero multiplicó el valor simbólico del triunfo.

Antes de recibir las medallas, Smith y Carlos decidieron cumplir con su promesa. Tenían que proclamar ante el mundo su rechazo a la segregación racial. Sintieron miedo. No sabían lo que podía ocurrir en el estadio porque jamás se había conocido algo parecido, nada menos que una protesta política de atletas estadounidenses contra el modelo social norteamericano. Ni existían precedentes, ni se conocían las consecuencias de aquel acto deliberado. John Carlos había adquirido un par de guantes negros para expresar su insatisfacción. Le entregó uno a su compañero. Se dirigieron hacia el podio junto al australiano Peter Norman, sorprendente segundo en la carrera. Momentos antes le había entregado una insignia que expresaba el carácter de la lucha bajo el lema Proyecto Olímpico Para Los Derechos Humanos. Norman la aceptó y se la colocó en la pechera del chándal. Los tres desfilaron hacia el podio.
Con el sonido del Barras y Estrellas, Tommie Smith levantó el puño derecho, enfundado de negro, y lo mismo hizo John Carlos con el izquierdo. Los dos humillaron sus cabezas. A sus pies, las zapatillas con las que habían disputado la final. La pernera abierta dejaba ver sus calcetines negros. En el estadio comenzaron a escucharse abucheos y silbidos, mezclados con aplausos y ovaciones. Tommie Smith sintió miedo: pensé que le iban a tirotear. La ceremonia prosiguió en medio de una tensión abrumadora. Luego se retiraron a los vestuarios y acudieron a la Villa Olímpica, donde comenzó el siguiente acto, el que marcaría el destino de los tres atletas. Smith y Carlos fueron expulsados de la Villa Olímpica por el presidente del Comité Olímpico Internacional, el estadounidense Avery Brundage, un reaccionario cuasi fascista que no dudó en acabar con la carrera de los dos velocistas. En la prensa norteamericana abundaron los comentarios críticos, hirientes la mayoría de ellos, contra Tommie Smith. No salieron precisamente como héroes de México. Su vida quedó destrozada. También la de Peter Norman, amonestado y humillado por el Comité Olímpico Australiano.
Han pasado 42 años. Peter Norman murió hace cuatro años alcoholizado, víctima de un infarto. Sus dos compañeros de podio llevaron el féretro. La esposa de John Carlos se suicidó en 1977. Tommie Smith se ganó un puesto entre los suplentes de los Bengals de Cincinnati durante una temporada. Luego fue entrenador en pequeñas instituciones escolares. Mucho tiempo después, el impacto de su demostración pública en México ha sido reconocido en Estados Unidos como uno de los momentos sagrados en la lucha por los derechos civiles. Una estatua de Tommie Smith y John Carlos figura a las puertas de la Universidad de San José State. Fue sufragada por suscripción popular. El reconocimiento explica aquel grandioso día en México, pero no le priva de las dificultades que ha atravesado. Esta semana se ha sabido que Tommie “Jet” Smith -66 años- pone a subasta la medalla de oro que ganó en México. El precio de salida es de 250.000 dólares.

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