JAVIER
SÁNCHEZ
El
Mundo.es
Esto
quizá les suene: en una esquina de un Estadio Khalifa casi vacío, un centenar
de aficionados de Etiopía ondean las banderas del país y, un poco más abajo,
una veintena de compatriotas les contestan con los colores de su región,
Oromía, donde llevan años reclamando más dinero, más autonomía y hasta la
independencia. «¡Qué pereza!», pensarán, «otra tensión territorial». Pero no,
no se trata de eso. Menos mal.
En
las tres primeras jornadas, los seguidores etíopes, con su enfrentamiento de
himnos, cánticos y hasta de bailes, han salvando el Mundial de Doha del
silencio más absoluto, aunque la vergüenza no se puede esconder: aquí el
atletismo no le interesa a nadie. El campeonato se organiza en este rincón del
desierto de Arabia por la corrupción dentro de la Federación Internacional
(IAAF) y la ambición del riquísimo Gobierno de Qatar por comprar todos los
cuadros comprables, todos los rascacielos comprables, todos los deportes
comprables. Pero ya está. Quien gane o quien pierda es intrascendente.
-«¿Venís
de Etiopía o vivís aquí?», y, entre el grupo, un aficionado mira y responde con
una mueca de incomprensión.
-«Etiopía,
Etiopía», contesta, y la interacción no da para más.
Sobre
los cañones de aire acondicionado que mantienen el estadio a unos 22 o 23 grados,
una docena de guardias de seguridad rodean a los aficionados etíopes y un
voluntario asegura que éstos forman parte del ejército de trabajadores de la
construcción que están levantando edificios en Doha día y noche, día y noche,
día y noche. «Han llegado en autobuses, han sido invitados a venir al Mundial»,
asegura.
Y
así debe ser porque, más allá de los registros situados en carpas exteriores
con refrigeración al máximo, los controles de entrada son realmente mínimos
-unos señores en sillas de plástico- y sin tickets se puede pasar
perfectamente. De hecho, aunque cuestan 30 euros -en internet, pues en el
estadio no se ven taquillas abiertas-, sólo se han vendido 50.000 entre todas
las sesiones del campeonato. Hablamos de un estadio con capacidad para 45.000
espectadores, así que la cuenta es fácil: a las 10 sesiones programadas podrían
ir 450.000 personas más o menos, de modo que esos 50.000 billetes vendidos son
poco más del 10%. El sábado, en la final de los 100 metros, el gran momento
mediático del campeonato que llevó a contratar un carísimo videomapping para la
presentación de los atletas, sólo había unas 8.000 o 9.000 personas y éstas,
además, al ser el domingo laborable, huyeron mientras Christian Coleman
celebraba su victoria.
En
todo momento, unas grandes lonas cubren el segundo y tercer anfiteatro del
recinto y, en el primero, los huecos se trampean con los animosos etíopes, los
miembros de las distintas delegaciones (entrenadores, médicos, atletas que ya
han competido...) y, como mucho, unos pocos trabajadores europeos que residen
en Qatar: profesores de colegios privados como el SEK, personal del riquísimo
Hospital Aspetar o pilotos de Qatar Airways. «¿Te apetece un café?», suelen
preguntar los empleados, desocupados, de los puestos del interior del estadio,
que también ofrecen bocadillos a 10 euros.
PETICIÓN
DE APLAUSOS
«La
sensación es un poco rara, hay muy poco ambiente», comentaba Eusebio Cáceres
tras una final de longitud a la que nadie atendía. Para que alguien aplauda en
los concursos en el estadio, las pantallas deben reclamarlo -«Clap»-. Si no,
silencio. El escenario es triste, aunque peores son las carreras extremas de
madrugada en el paseo marítimo, el Corniche, donde nunca hay ni un alma.
Al
fin y al cabo, el país no da para más. Como demostró el calor y la humedad que
golpeó el viernes al maratón femenino, el desierto no es lugar para vivir por
mucho que las exportaciones de petróleo y gas hayan conseguido todo el dinero
del mundo. Aquí residen unos 313.000 qataríes con privilegios -empleo en las
empresas del Gobierno, excelentes sueldos y cero impuestos-, unos pocos
europeos y los dos millones de obreros, en su mayoría indios, nepalíes o
bangladesíes, entre grúas.
La
ciudad, en una expansión exagerada, es una concatenación de grandes autopistas
sin aceras, descampados de arena en obras y urbanizaciones con casitas y
coches. Muchos, muchos coches. Andar es imposible por el calor y la ausencia de
aceras, así que todos los locales van en coche. En los días laborables, cuando
aparecen los minibuses que llevan a los trabajadores de sus austeros pisos de
las afueras a las obras del centro, los atascos son insufribles y no hay manera
de evitarlos. Bajo la arena están construyendo un metro y ya se encuentran
enormes paradas al lado del Estadio Khalifa, pero todavía no funcionan las
líneas. Lo harán en el gran momento de Qatar: el Mundial de fútbol, para el que
quedan tres años (será en 2022).
-«¿Quién
te gusta más, Diego Costa o Morata?», pregunta uno de los responsables del
hotel Holiday Villa, uno de los oficiales, con su túnica blanca -el thawb- y su
pañuelo en la cabeza -el ghutra-.
-
...
-
«Yo creo que tiene que jugar Alcácer, ese chico tiene gol».
El
fútbol sí interesa y 2022 es el año que el país se ha propuesto para asombrar
al mundo. Todo debe estar terminado para entonces e incluso, según dicen, la
ley islámica, la sharía, se relajará. Habrá vista gorda -las relaciones
homosexuales o extramatrimoniales están gravemente penadas-, habrá alcohol
-ahora mismo sólo se encuentra en los hoteles de cinco estrellas a 12 euros la
Heineken- y, posiblemente, cierto aperturismo. Las normas actuales, que
recomiendan a las turistas no ir solas, no enseñar hombros y rodillas y no
hablar con desconocidos, quedarán en paréntesis durante unas semanas. Los
aficionados rusos o ingleses podrán desfasar y, además, tampoco les saldrá muy
caro.
Es
casi imposible comer por menos de 25 o 30 euros, pero el resto de gastos son
asequibles: hay vuelo directo a casi todo el mundo, una noche en un hotel de
cinco estrellas sale a unos 70 euros y, en taxi, un trayecto de 10 kilómetros
hasta el estadio no pasa de los cuatro. Con un calor más aguantable -será entre
noviembre y diciembre-, el Mundial de fútbol podría salvarse del bochorno del
que el Mundial de atletismo ya no se puede apartar. Como casi todo, el deporte,
con su emoción y su magnitud, también se puede comprar.