lunes, 30 de septiembre de 2019

EL DISPARATADO MUNDIAL DE DOHA


JAVIER SÁNCHEZ
El Mundo.es

Esto quizá les suene: en una esquina de un Estadio Khalifa casi vacío, un centenar de aficionados de Etiopía ondean las banderas del país y, un poco más abajo, una veintena de compatriotas les contestan con los colores de su región, Oromía, donde llevan años reclamando más dinero, más autonomía y hasta la independencia. «¡Qué pereza!», pensarán, «otra tensión territorial». Pero no, no se trata de eso. Menos mal.
En las tres primeras jornadas, los seguidores etíopes, con su enfrentamiento de himnos, cánticos y hasta de bailes, han salvando el Mundial de Doha del silencio más absoluto, aunque la vergüenza no se puede esconder: aquí el atletismo no le interesa a nadie. El campeonato se organiza en este rincón del desierto de Arabia por la corrupción dentro de la Federación Internacional (IAAF) y la ambición del riquísimo Gobierno de Qatar por comprar todos los cuadros comprables, todos los rascacielos comprables, todos los deportes comprables. Pero ya está. Quien gane o quien pierda es intrascendente.
-«¿Venís de Etiopía o vivís aquí?», y, entre el grupo, un aficionado mira y responde con una mueca de incomprensión.

-«Etiopía, Etiopía», contesta, y la interacción no da para más.
Sobre los cañones de aire acondicionado que mantienen el estadio a unos 22 o 23 grados, una docena de guardias de seguridad rodean a los aficionados etíopes y un voluntario asegura que éstos forman parte del ejército de trabajadores de la construcción que están levantando edificios en Doha día y noche, día y noche, día y noche. «Han llegado en autobuses, han sido invitados a venir al Mundial», asegura.
Y así debe ser porque, más allá de los registros situados en carpas exteriores con refrigeración al máximo, los controles de entrada son realmente mínimos -unos señores en sillas de plástico- y sin tickets se puede pasar perfectamente. De hecho, aunque cuestan 30 euros -en internet, pues en el estadio no se ven taquillas abiertas-, sólo se han vendido 50.000 entre todas las sesiones del campeonato. Hablamos de un estadio con capacidad para 45.000 espectadores, así que la cuenta es fácil: a las 10 sesiones programadas podrían ir 450.000 personas más o menos, de modo que esos 50.000 billetes vendidos son poco más del 10%. El sábado, en la final de los 100 metros, el gran momento mediático del campeonato que llevó a contratar un carísimo videomapping para la presentación de los atletas, sólo había unas 8.000 o 9.000 personas y éstas, además, al ser el domingo laborable, huyeron mientras Christian Coleman celebraba su victoria.
En todo momento, unas grandes lonas cubren el segundo y tercer anfiteatro del recinto y, en el primero, los huecos se trampean con los animosos etíopes, los miembros de las distintas delegaciones (entrenadores, médicos, atletas que ya han competido...) y, como mucho, unos pocos trabajadores europeos que residen en Qatar: profesores de colegios privados como el SEK, personal del riquísimo Hospital Aspetar o pilotos de Qatar Airways. «¿Te apetece un café?», suelen preguntar los empleados, desocupados, de los puestos del interior del estadio, que también ofrecen bocadillos a 10 euros.

PETICIÓN DE APLAUSOS
«La sensación es un poco rara, hay muy poco ambiente», comentaba Eusebio Cáceres tras una final de longitud a la que nadie atendía. Para que alguien aplauda en los concursos en el estadio, las pantallas deben reclamarlo -«Clap»-. Si no, silencio. El escenario es triste, aunque peores son las carreras extremas de madrugada en el paseo marítimo, el Corniche, donde nunca hay ni un alma.
Al fin y al cabo, el país no da para más. Como demostró el calor y la humedad que golpeó el viernes al maratón femenino, el desierto no es lugar para vivir por mucho que las exportaciones de petróleo y gas hayan conseguido todo el dinero del mundo. Aquí residen unos 313.000 qataríes con privilegios -empleo en las empresas del Gobierno, excelentes sueldos y cero impuestos-, unos pocos europeos y los dos millones de obreros, en su mayoría indios, nepalíes o bangladesíes, entre grúas.
La ciudad, en una expansión exagerada, es una concatenación de grandes autopistas sin aceras, descampados de arena en obras y urbanizaciones con casitas y coches. Muchos, muchos coches. Andar es imposible por el calor y la ausencia de aceras, así que todos los locales van en coche. En los días laborables, cuando aparecen los minibuses que llevan a los trabajadores de sus austeros pisos de las afueras a las obras del centro, los atascos son insufribles y no hay manera de evitarlos. Bajo la arena están construyendo un metro y ya se encuentran enormes paradas al lado del Estadio Khalifa, pero todavía no funcionan las líneas. Lo harán en el gran momento de Qatar: el Mundial de fútbol, para el que quedan tres años (será en 2022). 
-«¿Quién te gusta más, Diego Costa o Morata?», pregunta uno de los responsables del hotel Holiday Villa, uno de los oficiales, con su túnica blanca -el thawb- y su pañuelo en la cabeza -el ghutra-.
- ...
- «Yo creo que tiene que jugar Alcácer, ese chico tiene gol».
El fútbol sí interesa y 2022 es el año que el país se ha propuesto para asombrar al mundo. Todo debe estar terminado para entonces e incluso, según dicen, la ley islámica, la sharía, se relajará. Habrá vista gorda -las relaciones homosexuales o extramatrimoniales están gravemente penadas-, habrá alcohol -ahora mismo sólo se encuentra en los hoteles de cinco estrellas a 12 euros la Heineken- y, posiblemente, cierto aperturismo. Las normas actuales, que recomiendan a las turistas no ir solas, no enseñar hombros y rodillas y no hablar con desconocidos, quedarán en paréntesis durante unas semanas. Los aficionados rusos o ingleses podrán desfasar y, además, tampoco les saldrá muy caro.
Es casi imposible comer por menos de 25 o 30 euros, pero el resto de gastos son asequibles: hay vuelo directo a casi todo el mundo, una noche en un hotel de cinco estrellas sale a unos 70 euros y, en taxi, un trayecto de 10 kilómetros hasta el estadio no pasa de los cuatro. Con un calor más aguantable -será entre noviembre y diciembre-, el Mundial de fútbol podría salvarse del bochorno del que el Mundial de atletismo ya no se puede apartar. Como casi todo, el deporte, con su emoción y su magnitud, también se puede comprar.

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