CARLOS ARRIBAS
El País.com
Después de proclamar con fanatismo de supermanes que el
entrenamiento del miedo, su control, llevará a la humanidad a su liberación,
los teólogos de la religión olímpica contemplaron la mañana del primer lunes de
Río cómo su profeta, el arquero coreano perfecto Woojin Kim, solo conseguía
cuatro dianas en sus 12 flechazos y caía eliminado en el partido de
dieciseisavos. La perfección, definitivamente no existe, concluyeron los
sabios, que quizás habían olvidado —tantas cosas ocurren en un día olímpico que
los hechos de solo 10 horas antes parecen pasado remoto envuelto en las brumas
del recuerdo— al Phelps tremendo de la noche y añadieron —quizás se acordaban
perfectamente del mejor nadador de todos los tiempos— un nuevo lema: “El miedo
os hará libres”. O la adrenalina, que es lo mismo, el neurotransmisor que
acelera el pánico y que le llevó a su 19º oro olímpico.
Subido en el podio de salida, a Phelps el corazón estaba a
punto de estallarle, tanta sangre nerviosa le llegaba cargada de la hormona de
la aceleración y el nervio, con tanta velocidad le bombeaba, mientras veía
acercarse languideciendo a su compañero Caeleb Dressel, la primera posta del
relevo libre de Estados Unidos. Midió tan a la perfección el relevo que saltó
solo ocho centésimas después de que su compañero tocara la pared y con tanta
furia aceleró y se acercó al muro de los 50 metros que, al girarse
para tomar el camino de regreso, le dio la patada del siglo.
“Quería romper el muro de hormigón”, dijo luego el
norteamericano que en el quinto capítulo de su novela olímpica, ya un padre de
familia, un hombre que como todos los hombres del mundo en su camino hacia la
madurez, ha aprendido a superar problemas como la depresión y el alcoholismo,
ha vuelto a encarrilar a los Juegos en su rutina brillante. “Ha sido el mejor
viraje de la historia”, dijo emocionado su entrenador, Bob Bowman, que no se
define como todos, como el padre del deportista al que lleva, sino casi como su
marido. “Es como si estuviéramos casados”, afirma después de alabar las
virtudes de la adrenalina, hija del miedo que les guía por el laberinto
olímpico.
Un gesto tan humano y natural como una patada de rabia roba
el brillo a los récords de su compatriota Ledecky y de la húngara Hosszu, la
querida Kachinka del Brasil que las tes las convierte en ches.
Los Juegos de Río ya llevan cuatro días ocupando tardes y
noches y al acostarse ya tiene hasta sentido empezar a mirar el medallero y,
tan pocos metales se han repartido aún, empezar a emocionarse contemplando, por
ejemplo, cómo la Italia
de yudocas, esgrimistas, tiradores y algún nadador ha ganado los mismos oros
que el imperio de Estados Unidos de la piscina y que Australia y China, también
superpotencias. El alma hispana, que encuentra gozo en el sufrimiento de
compararse siempre con los vecinos, prefiere entonces subir la vista por encima
de los Pirineos y comprobar cómo Francia, la que le da siempre lecciones de
olimpismo, no se halla tan lejos.
La medalla de bronce de Mireia Belmonte es perfectamente
parangonable a la única presea francesa hasta el momento, la plata de su relevo
de natación al que Phelps sumió en la miseria. Y pueden añadir los españoles
que lo mejor está aún por llegar. Djokovic ha perdido y Nadal, alimentado del
sueño infantil de los Juegos, aspira a todo en simples, en dobles y en mixtos.
Y empezará el golf de Sergio García y vendrán más ciclistas aún en la
contrarreloj de mañana. Y el jueves, Carolina Marín comenzará a demoler la
muralla china del bádminton con una raqueta ligerísima y un volante de plumas
de ganso zurdas. Y llegará también el atletismo la última semana, y la vela y
sus vientos, y el triatlón.
Bastante por encima del medallero, con un oro, dos platas y
tres bronces, está Rusia, la odiada patria del dopaje de Estado, de cuyos
deportistas solo se acuerda el olimpismo, tan puro, para pitarles cuando, como
Efimova, nadan mejor que nadie.
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