CARLOS ARRIBAS
El País.com
En caso de duda, imprime la leyenda, dice el periodista que
se inventa que James Stewart mató a Liberty Valence. En caso de duda, escribe
que Usain Bolt cayó como un héroe abatido en su última batalla, a 50 metros de la meta, con
el testigo en la mano. Sería un epitafio épico para el deportista que convirtió
al atletismo en un show, que él, Usain Bolt, el competidor que odia perder,
nunca escribiría. Una película en la que nunca actuaría. Fulminado como un rayo
por el dolor que desgarra su pierna izquierda,
el hombre más rápido del mundo trastabilla, avanza unos pasos, y cae al
suelo. Arroja el testigo con rabia. Como los soldados a los que se extrae una
bala sin anestesia, muerde la cadena de oro que cuelga de su cuello y aguanta
como puede el dolor, sin gritar. Roto.
Estaba en terreno desconocido. Eran su final de curva e
inicio de recta, sus pasos para lanzarse y tomar el palo de su amigo Yohan
Blake, como tantas triunfantes veces había ocurrido. Pero ahí se acababa su
parecido con la realidad dorada en la que ha vivido su década como el atleta
más grande, más rápido, más triunfador. Pelea como nunca y pierde como el
sábado pasado. Persigue a dos chavales 10 años más jóvenes que él, que corren
bastante más rápido. Uno es un norteamericano muy menudo que ya le había
derrotado dos veces en Londres, Christian Coleman, y el otro, un inglés nacido
en Londres y crecido y hecho atleta en la tierra de sus padres, Jamaica, por
supuesto, Nethaneel Mitchell Blake. Desde el suelo no lo puede ver, aunque le
habría gustado, y habría sonreído amargamente incluso. Tiene la cara pegada al
tartán, a la pista de 100m que cuando volaba, hace nada, hace un año solo, era
capaz de atravesar en menos de 10s pisando el suelo, casi despectivo, 2s solo.
No ve el final. El intento desesperado de Coleman, el subcampeón del mundo, por
superar a Mitchell Blake, un especialista en 200m al que el rugido de la masa
alimenta. El norteamericano no puede. El Reino Unido gana el relevo (37,47s),
el segundo país europeo tras Francia que lo consigue en la historia de los
Mundiales. Estados Unidos vuelve a caer, como en los anteriores cuatro
Mundiales y tres Juegos Olímpicos intercalados de la llamada era Bolt del
atletismo. Su rival, como había anticipado Coleman, lúcido, no era Jamaica.
Los británicos ya festejan y dejan sonar a los Clash y su
London Calling por los altavoces, y los japoneses, de nuevo terceros, como en
Río, también dan la vuelta de honor. Alrededor del caído, en el que todas las
miradas están clavadas, se han juntado sus tres compañeros, Omar McLeod, el
campeón de 110m vallas, su arma secreta, Julian Forte y Blake. Llegan
asistencias con una silla de ruedas. Bolt la mira y se indigna. Se levanta y se
levanta la pernera larga de su body para mostrar todo el muslo izquierdo.
Cojea. Da saltos. Tiene la meta a 10 metros . Llega y la atraviesa solo, digno,
sin ayuda. Después, se apoya en su compañero y, la cara hecha una máscara que
quiere ser inexpresiva pero no puede esconder su desolación, abandona por la
puerta falsa la pista. "Solo sufre un calambre en el isquio de la pierna
izquierda", dijo el médico del equipo de Jamaica, Kevin Jones. "Es
doloroso, pero lo que más le duele es haber perdido la carrera".
La madrugada del 1 de junio de 2008 sonaron en Europa los
teléfonos de muchos especialistas de atletismo que dormían. Despierta, decía el
amigo que llamaba, tienes que saber esto: Usain Bolt ha batido en Nueva York el
récord del mundo de 100m. Pasada la sorpresa deslumbrante, todos se dieron
cuenta del valor de ese hecho, que un gigante jamaicano de casi dos metros
corriera los 100m en 9,72s, de que en la historia del atletismo se abría una
nueva época. Con la misma claridad, esos especialistas, y el mundo en general,
supo al anochecer de una tarde de agosto gris en Londres que una época se
cerraba para siempre.
Bolt creyó siempre en su leyenda, en su capacidad para
crearla, que nunca le había fallado, hasta que el último día sucumbió a la vida
real, a las leyes de la fisiología y de la tensión de los músculos y del equilibrio
roto entre su glúteo máximo y sus semitendinosos y semimembranosos de la parte
trasera del muslo. Por eso, porque su imaginación siempre se había convertido
en realidad, decidió que para su despedida, para correr sus últimas carreras en
Londres no necesitaría entrenar más que unas semanas. El resto lo haría su
clase, su talento único. En su última entrevista como atleta en activo,
publicada en L’Équipe, Bolt confiesa que lo que más ha odiado toda su vida era
entrenarse, y que solo cuando vio todo lo que podía conseguir con un poco de
sacrificio decidió entregarse al gimnasio. En 2017, en su despedida, no se
entrenó lo suficiente.
El tiempo le atrapó e intentó devorarle, pero nunca podrá
hacer olvidar que él, Bolt, es el más grande, y que fue capaz de levantarse y
terminar de pie sus últimos 100
metros .
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