CARLOS ARRIBAS
El País.com
Según transcurrían los días y el agosto de Londres pasaba
del frío y la humedad otoñales a la tibieza primaveral, los Mundiales cobraban
cada vez más vida autónoma, independiente, hasta convertirse en una suerte de
monstruo mitológico cuya voluntad solo se expresaba para frustrar la de
aquellos atletas que durante años habían impuesto la suya.
Quizás solo así, con una razón extraterrenal, puedan
explicarse los adioses tristes al atletismo y a las pistas de gente como Usain
Bolt, Mo Farah y Ruth Beitia. O las penas de Wayde van Niekerk, Allyson Felix,
la reina Kendra Harrison, toda la Jamaica veloz y la keniana que se olvida de
saltar la ría. O las malas marcas conseguidas en una pista que en los Juegos
Olímpicos, hace solo cinco años, parecía mágica. El único récord mundial
batido, el que borra el vacío ominoso, lo consiguió la portuguesa Inês
Henriques en los nuevos 50
kilómetros marcha.
O, en menos palabras, los Mundiales más extraños de la
historia.
El monstruo nació, quizás, el primer sábado, cuando Bolt
descubrió que el tiempo, quizás el mismo ser devorador en realidad, le había
alcanzado tras una década de engañarlo a toda velocidad. Aquello, la final de
100m, constituyó una burla a la historia representada en el atleta que la
cambió. Desde allí, muy fuerte, creció y se multiplicó, adoptando cada día una
cara, un rostro, la persona de un atleta sorprendente. Y los aficionados,
emocionados por la aparición de figuras inesperadas, aplaudían.
Un día fue Justin Gatlin, el atleta menos querido, y más
abucheado, que acabó con la fábula de los 100m de Bolt. Un dopado rehabilitado
recuperaba un título logrado en 2007 por primera vez, que el jamaicano había
secuestrado una década. Otro día fue Ramil Guliyev, un velocista azerbaiyano,
turco y malencarado, un blanco que impidió que Van Niekerk ganara los 200m y un
asiento entre los más grandes.
La burla de Edris
También asumió los rasgos del fondista etíope Muktar Edris,
que ejecutó burlón un Mobot (el gesto de la victoria que popularizó Mo Farah
con las manos completando el arco de sus brazos sobre su cabeza), justamente en
el momento de derrotar al ídolo británico, invicto desde 2009, en su último
5.000m. Y de la anónima velocista norteamericana Phillys Francis, que terminó
más rápido que Felix los 400m. O de la rubia norteamericana Emma Coburn,
ganadora de los 3.000m obstáculos, tras el despiste de la favorita Beatrice
Chepkoech. Y de la renacida australiana Sally Pearson, que volvió a hundir en
la miseria a la plusmarquista mundial de los 100m vallas, Kendra Harrison…
Pero la apariencia con la que más a gusto se sintió el
monstruo, o eso pareció, fue con la fiera mirada y el corazón roto de Isaac
Makwala, el elemento perturbador que aceleró el torbellino de fenómenos
extraordinarios. El primero fue la acción desestabilizadora del conocido
norovirus causante de la gastroenteritis por la que todo ocurrió. Makwala se
perdió por él el 400m, su prueba favorita, y su ausencia la sufrió también Van
Niekerk, que no encontró a nadie que le empujara hacia el récord que buscaba. Y
peleó y ganó a la misma IAAF, que le seguía vetando, la batalla por correr el
200m. Su victoria fue la carrera más recordada de todo el Mundial, su serie
solitaria, contra el cronómetro, bajo la lluvia heladora y jaleado por un
estadio hasta los topes. Su pelea fue tan dura que se quedó sin fuerzas para la
final, a la que, desestabilizado por tanto movimiento y polémicas, también
llegó mal Van Niekerk, su vecino de Suráfrica.
Londres tuvo cara generosa cuando permitió el triunfo del
francés Pierre Ambroise Bosse —amante de las cervezas, de jugarse el dinero en
los casinos y de dormir mucho— en los 800m con una carrera de valor, ataque e
intuición, lejana de lo que podía esperarse en los tiempos que corren y en
ausencia del rey David Rudisha, el jefe de la distancia. O cuando dio la
victoria en los 400m vallas al fenómeno noruego Karsten Warholm, que devolvió
el favor regalando una imitación del Grito de Munch.
Fue mezquino el monstruo con Ruth Beitia, que había
arriesgado la moral y sus últimas fuerzas para la que quería que fuera una
despedida inolvidable de los Mundiales; y malvado, de nuevo con Bolt, a quien
castigó con una pedrada en los isquios, un rayo fulminante para aquel que
desafió a la velocidad de los relámpagos, que le derribó en su última recta
cuando corría a más de 36
kilómetros por hora, perdiendo su batalla contra el
tiempo.
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