CARLOS ARRIBAS
El País.com
La noche más fría del agosto nunca cálido de Londres se
enfrió más cuando eran casi las 10. Un viento frío, intruso, se coló por los
pasillos del estadio y nadie apenas en el estadio fue más allá de un cortés
aplauso cuando Wayde van Niekerk ganó, como estaba anunciado, los 400m, la
carrera de la frustración. Los corrió en 43,98s. Un segundo más lento que lo
que soñaba la afición, necesitada de emociones fuertes después de la retirada
oscura de Usain Bolt. Los 43s, la última gran barrera de la velocidad, caerán
en otra ocasión. Quizás en un mitin con recompensa económica, quizás en los
próximos Mundiales, en el Oregón del 19…
Ni siquiera Van Niekerk cuando terminó la carrera que le
daba su gran medalla de oro en los tres últimos años, una por año, Mundial del
15, Juegos del 16, Mundial del 17, se emocionó más allá de lo necesario. No
acabó en camilla, como en Pekín en agosto del 15, cuando se asustaron todas las
asistencias médicas al verlo desmayarse nada más acabar, lo que era habitual en
él, al que el ácido láctico torturaba más que a los demás. Acabó de pie y sin
apnea y, aparentemente, con el pulso normal de una persona que acabara de darse
un paseo por la pista. Sin más emoción. El valor de su marca, de su victoria
tan clara, se reflejaba en sus rivales, caídos por el suelo, muertos, después
de someterse en la última recta a los espasmos que surgen de la lucha entre el
deseo para ir más rápido y la negación del sistema a proporcionarle otra cosa
que no fuera veneno a sus músculos. Todos corrieron la recta a tirones,
descompuestos, perdiendo la compostura de articulaciones, tronco y cabeza. Van
Niekerk, no. Ese es su valor extraordinario. Por eso el dolor de los miles de
aficionados que quizás contuvieron la respiración esperanzados más tiempo que
los propios atletas. Pareció un ejercicio académico más.
El día, las horas antes a una carrera cuyas expectativas se
fueron desinflando según avanzaba el sol en su periplo por el cielo, lo
marcaron los conmovedores y heroicos esfuerzos de Isaac Makwala para colarse en
el estadio, apoyarse en los tacos y salir disparado. Su deseo tan ardiente no
conmovió a las autoridades, las fuerzas sanitarias y atléticas combinadas para
aplicarle la cuarentena que la ley británica obliga a todos los que sufren una
enfermedad infecciosa. Como otras decenas de atletas alojados en su hotel,
Badman Makwala se vio afectado por un norovirus. Los vómitos y la diarrea no le
importaban. Se sentía fuerte. Quería estar. Van Niekerk, que le necesitaba para
que le empujara más allá, le echó de menos. Podría recordar la última carrera
que disputaron juntos. Fue en el mitin de Mónaco. Marchaba imperial el
surafricano hacia la victoria cuando en la última recta se le acercó por detrás
Makwala irreverente, que tuvo hasta el valor de adelantarle unos metros. La
respuesta de Van Niekerk, de sonrisa tan dulce y cariñosa, fue feroz. Reaceleró
y superó al irrespetuoso. Eso habría necesitado en Londres.
En los Juegos de Río, cuando dejó dejó en 43,03s el récord
de los 400m, tan cerca de los aún imposibles 43s, Van Niekerk corrió por la
calle ocho. Por delante solo tenía un túnel de vacío, pero a sus espaldas podía
sentir el aliento caliente de Kirani James y LaShawn Merrit, los dos últimos
campeones olímpicos, que le perseguían. En Londres, donde el aire frío se adueñó
de todos los sentimientos, corrió por la calle seis, la mejor de todas, pero a
u izquierda solo había un vacío, un fantasma, quizás el espíritu de su vecino
de Botsuana, que no le decía nada. Nadie tiraría de él en la carrera. Nadie le
empujaría. Exceptuando a Makwala, que ya ha cumplido los 30 años, los rivales
eran niños de menos de 24 años, todos debutantes. Un hecho alentador. Un signo
del cambio de los tiempos en una prueba que se creía para viejos. A los 25
años, Michael Johnson solo había bajado una vez de 44s; Van Niekerk lo ha hecho
ya seis veces. El norteamericano logró su récord del mundo, 43,18s, solo cuando
tuvo suficiente experiencia: había cumplido ya los 32 años. Van Niekerk lo hizo
a los 24, prácticamente al inicio de su carrera. Por detrás de él entraron, muy
lejos, a casi medio segundo, Steven Gardiner (44,41s), un bahamiano de 21 años
que corrió en semifinales en 43,89s; el bronce fue para el catarí Abdalelah
Haroun (44,48s), que acaba de cumplir 20 años. Son los rivales del futuro del
atleta llamado a marcar una década, y que el jueves, seguramente, ganará
también los 200m, también sin oposición, también sin Makwala… Y en el aire se
quedará quizás de nuevo la frustración de pensar en lo que podría haber sido y
no fue.
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