El 9 de septiembre de 2007, segundos después de que Asafa Powell, el jamaicano de enorme clase, tan grande como su aparente indolencia, batiera por tres centésimas su propio récord del mundo de los 100 metros, nadie quería dudarlo, el gran acontecimiento atlético de 2008 sería la final de los 100 metros: Tyson Gay, el campeón del mundo, frente a Asafa Powell, el hombre más rápido. Y, apenas comenzada la temporada, ese duelo, que vivirá un primer acto en julio en Londres, suena ya a pasado de moda. Lo que agita la imaginación de los aficionados, y el corazón y la cartera de los managers, es un duelo de Usain Bolt contra cualquiera que sepa correr, una revancha con Gay, un fratricidio con el hermano mayor Powell, una jugada a tres bandas... Y eso, dando por descontado que nuevos talentos salvajes, como el nigeriano-qatarí Samuel Francis, otro gigante delgado, sorprenderán de nuevo al mundo. La imparable evolución de las marcas, que apenas se ralentiza pese a que la teoría dice que cuanto más se acerca un hecho a sus límites físicos mucho más lenta será su marcha.
Desde el primer récord mundial oficialmente aceptado, 10,6s, de Don Lippincott en 1912, hasta que Jim Hines bajó por primera vez de los 10s (9,95s medidos electrónicamente) transcurrieron 56 años. Y 40 años más han hecho falta para que el hombre, representado por un adolescente jamaicano, se acerque a la frontera de los 9,6s. Parecen muchos, pero la progresión se ha acelerado curiosamente en los últimos años: para bajar a los 9,8s se necesitaron 23 años y cuatro escalones -los 9,95s de Hines, los 9,93s de Calvin Smith, los 9,92s de Carl Lewis y los 9,90s de Leroy Burrell en el mismo estadio Icahn que Bolt-, pero para bajar a los 9,7s sólo hicieron falta ocho, de 1991 a 1999, y tres grandes saltos -9,86s de Lewis, 9,85s de Burrell y 9,84s de Donovan Bailey-. Y para descender a los profundos territorios de los 9,6s se llevan gastadas cuatro marcas y nueve años, desde los 9,79s de Mo Greene, ahora en entredicho, en 1999; los 9,77s de Justin Gatlin, otro sospechoso, los 9,74s de Powell y los 9,72s de Bolt.
Esta evolución, tan regular, tuvo, sin embargo, sus años de sobresalto en las décadas prodigiosas de los 80 y los 90, la era dorada de los anabolizantes. Un sobresalto increíble que se puede simbolizar perfectamente en la figura de Ben Johnson, el sprinter jamaicano-canadiense que fue capaz, en un año, de hacer avanzar el récord 1,4 décimas, un tiempo que ha costado 20 años avanzar. En la final de los Mundiales de Roma, en 1987, bajó de golpe una décima: de los 9,93s de Calvin Smith bajó a 9,83s. Trece meses después, en la final de los Juegos Olímpicos de Seúl, lo dejó en 9,79s. Fue desposeído pocos días después al conocerse su positivo por estanozolol. Desde entonces, empezó a considerarse que la progresión del récord, más que reflejar la mejora en los materiales, la investigación fisiológica y los métodos de entrenamiento, mostraba la evolución de la investigación químico-dopante en busca de sustancias más efectivas, menos detectables. Todos los atletas que bajaron de 9,80s después de Johnson fueron sospechosos: el caso Balco y el juicio al entrenador jamaicano Trevor Graham, el de Marion Jones, han dado la razón a los que dudaban: Tim Montgomery fue desposeído de sus 9,78s y Justin Gatlin de sus 9,77s. Aún aguanta de aquella remesa Mo Greene, pero las últimas revelaciones también permiten poner bajo sospecha sus 9,79s con sólo 0,1 metros por segundo de viento a favor en Atenas en 1999 (los 9,72s de Bolt y los 9,74s de Powell llegaron con 1,7 metros por segundo a favor).
La mejora en los métodos de detección de anabolizantes y el mayor empeño en los controles antidopaje fuera de competición parecen haber frenado la esteroidización y a esta lectura optimista se apuntan quienes señalan que la nueva generación, individualizada en Bolt y Powell, encuentra más el rendimiento en el enorme talento y en la talla -la cuadratura del círculo: zancadas largas repetidas a altísima frecuencia- que en los cuerpos hipertrofiados, propios de fisioculturistas, que portaban los sprinters de hace años. Y, en esta lucha desigual, Gay, que no es el más rápido, pero sí el más efectivo en los grandes campeonatos, más que talento bruto aporta trabajo, sacrificio y la búsqueda de la perfección técnica.
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