sábado, 18 de octubre de 2008
El antidopaje ya no llega tarde
CARLOS ARRIBAS 18/10/2008
Cuando el miércoles pasado, Bernard Kohl lloró ante la prensa, sus lágrimas, sus palabras de una ingenuidad increíble en los tiempos que corren -"cedí a la tentación", dijo, "me dopé"-, escondían en su simpleza tan fácil una realidad mucho más complicada.
Cuando el miércoles pasado, Bernard Kohl lloró ante la prensa, sus lágrimas, sus palabras de una ingenuidad increíble en los tiempos que corren -"cedí a la tentación", dijo, "me dopé"-, escondían en su simpleza tan fácil una realidad mucho más complicada. Sus lágrimas, tan mediáticas, las lágrimas de uno que logró ser durante unos meses el mejor deportista de su país, Austria, para convertirse, en unos segundos, en el más despreciado, escondían tanto lo que había conducido a su situación, como las consecuencias, imprevisibles, de sus actos.
Kohl, uno de los cuatro ciclistas que en el último Tour han resultado positivos por CERA, conocida como la EPO de tercera generación, una sustancia que creía indetectable, no cayó en las redes por arte de vobilis vobis, por mala suerte o porque a alguno le tenía que tocar. La jeringa cargada de CERA con que se pinchó la víspera del Tour tampoco le cayó del aire en las manos. Ambas historias, la de la posibilidad de detección de la CERA, la de su existencia en el mercado dopante -un mercado subterráneo que mueve, según los informes de la Interpol, unos 8.000 millones de euros-, están entrelazadas entre sí, son simbióticas, sintetizan el trabajo del último lustro, en el que la ingeniería antidopaje, pública y privada, ha tomado músculo, al tiempo que nuevas sustancias, más sofisticadas, bordeando ya la ingeniería genética, han encontrado su camino hasta los deportistas. Lo uno no existiría sin lo otro.
La CERA (en inglés, Continuous Erytropoiesis Receptor Activator), -descripción de un medicamento con el que los laboratorios Roche de Basilea (Suiza) entraron en el suculento mundo de las drogas contra la anemia, territorio EPO, drogas caras y cada vez más consumidas-, no aporta nada al arsenal terapéutico conocido, al Aranesp, la EPO de segunda generación. En cambio, llegó al mercado del dopaje con unos atractivos inigualables: gracias a su elevada vida media en plasma, unas 136 horas, tres veces más que la EPO de primera generación, con una sola aplicación al mes -una inyección subcutánea- se conseguían los mismos efectos que con las engorrosas microdosis, la mejor forma de administrarse EPO y permanecer por debajo del radar de la detección, y además y fundamental, los laboratorios antidopaje no sabían cómo descubrirla, pues tiene una presencia mínima en la orina.
La CERA está indicada, sobre todo, para tratar la anemia de los enfermos de riñón sometidos a diálisis, pero, al menos en España, su uso en los hospitales apenas está extendido. "No la usan apenas en nefrología y aquí, en hematología, apenas la usamos tampoco", dice Fernando Hernández, jefe de Hematología del hospital La Paz, de Madrid. "No le hemos visto ventajas respecto al Aranesp. Y si terapéuticamente no nos da ventajas, tampoco económicamente, y el abaratamiento de costes es un criterio muy importante a la hora de decidir". Luis González, farmacéutico del mismo hospital, dice lo mismo. "La CERA no es más barata que el Aranesp y no aporta nada nuevo", explica. "Y tampoco Roche nos ha hecho una propuesta, así que no se usa".
Esta historia, la de un producto fabricado para un fin que encuentra, curiosamente, su nicho en otro ámbito muy diferente, más negro, no es nueva. Como recuerda Sandro Donati, experto italiano en la lucha contra el tráfico de sustancias dopantes, las grandes multinacionales farmacéuticas producen de algunas sustancias muchas más unidades que las que el mercado legal puede absorber. Así ocurrió con la EPO en los años ochenta y noventa del pasado siglo; así ocurre con la hormona del crecimiento, que sigue siendo indetectable y figura en el arsenal dopante desde los años ochenta, desde antes incluso de su producción por ingeniería genética. Hace tres años, y según datos del Ministerio de Sanidad español, el mercado negro del dopaje suponía el 20%, unos 37.000 envases, de toda la hormona del crecimiento comercializada en España.
Para su fabricante, los laboratorios Roche, todos los positivos en el Tour y todo lo que se habla de CERA supone una gran publicidad y ante un sector social con gran capacidad adquisitiva y gusto por el consumo, los millones de deportistas populares, runners o cicloturistas, que no dudan en recurrir a cualquier método para mejorar su rendimiento. Ellos no saben si el Aranesp -la sustancia que condenó en Salt Lake City a Johan Mühlegg, el esquiador de fondo español que creía que era indetectable- o la CERA son mejores para tratar la anemia, pero sí que han visto que Riccardo Riccò y Leo Piepoli subieron como un cohete en Hautacam, con la sangre rebosante de glóbulos rojos cargados de oxígeno hasta los topes, y dieron positivo por la sustancia. Las restricciones a su venta -es de uso hospitalario y no se encuentra, ni con receta, en las farmacias- siempre se pueden superar en los tiempos de Internet y globalización, y las mafias que controlan el mercado ya lo saben hacer: de vez en cuando, se deslizan en la prensa internacional noticias breves sobre robo de cargamentos de medicamentos en extraños países.
"En 2004, la Mircera [nombre comercial de la CERA] estaba en fase de desarrollo clínico aún, pero la AMA [Agencia Mundial Antidopaje] pensaba que sería un nuevo producto dopante", explica Claudia Schmitt, portavoz de Roche. "Y nuestro laboratorio inmediatamente empezó a colaborar. Suministramos datos a la AMA y les enviamos algunas muestras de Mircera para que pudieran desarrollar un test de detección". Pero no sólo la AMA vio en 2004 los eventuales y peligrosos efectos dopantes de la Mircera. Ya para entonces, la palabra CERA circulaba por los ambientes deportivos como sinónimo de pastilla milagrosa, nuevo testamento o SúperEPO. Ya para entonces, el ex ciclista arrepentido Jesús Manzano la citaba dentro del botiquín de moda, y la policía italiana, en operación contra el tráfico de sustancias dopantes en gimnasios y clubes deportivos bautizada Oil for Drugs, intervino conversaciones telefónicas en las que se hablaba de CERA.
Y aunque parezca extraordinario que el mercado negro disponga de un producto muchos años antes de su comercialización -la Mircera no fue aprobada por la Unión Europea hasta agosto de 2007, y por la FDA de Estados Unidos hasta enero pasado-, tampoco es la primera vez que ocurre. Con la primera EPO, con el producto que cambió para siempre el concepto de dopaje, y su alcance, sucedió exactamente lo mismo. Dos años antes de que el invento revolucionario de los laboratorios Amgen saliera al mercado hospitalario, en enero de 1989, el pelotón ciclista ya disponía de la preciada EPO. Y con el Aranesp o Darbepoetina, la EPO de segunda generación, más de lo mismo. Dar con un método de detección de la EPO en orina costó, entonces, más de 10 años; para la CERA ha costado menos.
La CERA ha comenzado a detectarse en orina durante el pasado Tour, pero se exigen tantas cautelas a la hora de proclamar un positivo para evitar falsos positivos que los laboratorios comprobaron cómo algunas muestras que rozaban el larguero salían libres. Es la frustración del policía al que todos los indicios le señalan al asesino, pero no cuenta con la prueba definitiva. Esto se solucionó con la puesta a punto de un método para detectarla en sangre. Esta herramienta ha sido posible por tres contribuciones: la del laboratorio antidopaje de Barcelona, que gracias a la Operación Puerto ideó un sistema para detectar la EPO en sangre; la del laboratorio antidopaje de París, que actualizó el método para detectar la CERA, y la de los laboratorios Roche, que con mucha cautela, dio a París muestras de CERA antes de su comercialización para que pudieran trabajar con el producto real, y, por otro, pasó a la AMA un sistema que permitía distinguir la sangre que probablemente había sido enriquecida con CERA y que usa el laboratorio de Lausana.
Tan poderosa casi como la industria del dopaje, pero con un entramado mucho más complejo, la ingeniería antidopaje ha cogido músculo gracias a grandes inversiones por parte de la AMA -unos 38 millones de euros destinados a investigación en los últimos cuatro años- y a la necesidad, sobre todo por parte de los equipos de ciclismo, de demostrar que se lucha en serio, o, por lo menos, que se destina un buen pellizco del presupuesto, unos 300.000 euros por equipo, a los controles internos.
Así, se ha desarrollado toda una estructura de luchadores privados, expertos como el danés Rasmus Damsgaard, que proceden anualmente a cientos de controles dentro de los equipos para detectar de forma indirecta indicios de dopaje, y luchadores públicos, dotados de armas como el pasaporte biológico que permite cribar el total de deportistas para hacer los controles más estrictos, los más caros, sobre los más sospechosos.
Pero no todo es optimismo: en enero de 2009 se cumplirán 20 años de la salida al mercado de la primera EPO, por lo que la patente queda libre. Podrán comenzar a fabricarse EPO genéricas, lo que asusta a los laboratorios antidopaje: se elaborarán, como todos los genéricos, en países del Tercer Mundo, con escasos controles de calidad y con el derecho a un error del 20% en la dosis del principio activo. Su detección es el nuevo desafío.
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