domingo, 24 de agosto de 2008

Einstein a 44 por hora


La recta es la distancia más corta entre dos puntos, enseñaban en la escuela. Falso, desmintió Albert Einstein (e=mc2), es la curva. De acuerdo, dijo Usain Bolt, que ha hecho la demostración de la teoría de la relatividad en una pista de atletismo y a 44 kilómetros por hora.

El chico jamaicano de las zapatillas doradas del número 47 ha ganado tres medallas de oro y ha batido tres récords del mundo, pero eso no es lo más excepcional que ha hecho estos días de agosto en el Nido de Pájaro. Sus curvas, la del récord del mundo de 200 metros, que supuso la demolición de los 19,32s de Michael Johnson que parecían grabados en piedra desde 1996, y la del récord del relevo, el borrado final del nombre de Carl Lewis de las listas, han sido más rápidas aún que su recta fantástica, la del primer hombre que baja de 9,7s en los 100 metros. Esto sí que es único. Ni Jesse Owens ni Carl Lewis, los más grandes sprinters, con cuatro oros cada uno, en 1936 y 1984, en Berlín y en Los Ángeles, en 100, 200, 4x100 y longitud, pudieron decir tanto.

"De vez en cuando en la historia de la humanidad nacen un Newton, un Mozart, un Einstein", dijo su entrenador, Glenn Mills, que no encontró referentes atléticos con quien compararle cuando le preguntaban de qué planeta había aterrizado en Pekín su pupilo. "O un Usain Bolt...".

Eso de que corra la curva más rápido que Lewis, que Powell, que nadie la recta, no lo es todo. El otro rey de los Juegos, el pollo del Nido, un chaval que ha cumplido 22 años esta semana olímpica, además de reinventar el atletismo, de dar la vuelta a las leyes físicas que rigen la relación entre el espacio y el tiempo, a las leyes fisiológicas que tratan de aclarar los porqués de los movimientos del cuerpo, de llevar la contraria a la mecánica de palancas que explica que cuanto más larga es una pierna más lenta debe ser la repetición de sus movimientos, y de alejar un poco más los límites del rendimiento humano en tres carreras únicas, ha puesto de moda en el mundo el baile del rayo, su peculiar forma de celebrar sus victorias, extendiendo los brazos en dirección al horizonte.

Es algo más que eso, claro, la alegre despreocupación con la que saltaba a competir, como si estuviera en la vieja pista de hierba del campo de cricket en la que se entrena a diario en vez del estadio más moderno, más caro, más espectacular jamás construido, debe ser el símbolo del nuevo atletismo que quiere salir de la sombra de la mano del alegre chaval de Trelawny, quien, como Mozart, ya fue un niño prodigio, ganando un Mundial júnior a los 15 años.

"Es el verdadero rey de los Juegos y no Phelps", dice Sebastian Coe. "Lo del número de medallas no vale. Para Phelps es como si le pusieran ocho maneras distintas de nadar 100 metros...". Sin embargo, el discurso, objetivamente interesado del lord inglés, que fue gran atleta olímpico y que ahora es vicepresidente de la federación internacional, miembro del COI y organizador de los Juegos de Londres 2012, no tiene muchos seguidores.

Hay en el ambiente el recuerdo de demasiadas historias tristes, la memoria de tantos ídolos de la velocidad caídos en las redes de la lucha antidopaje, que el escepticismo ante lo extraordinario se ha impuesto a la fascinación inocente ante la gesta, una de las utilidades del deporte. Y esto es así sobre todo en los medios norteamericanos, que le han negado a Bolt, y a todo el atletismo jamaicano, al reggae power que gozosamente ha barrido a los velocistas de Estados Unidos, no sólo el derecho a ser considerado uno de los grandes de la historia del atletismo, sino siquiera el título de mejor atleta del momento, por no hablar, claro, del tema de rey de los Juegos. Para eso está Phelps, sobre cuyas ocho medallas nadie quiere dudar.

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