jueves, 21 de agosto de 2008
Monstruoso Bolt
Carlos Arribas. El Páis.
"¡Guau! ¡Qué salida!", gritó Michael Johnson en la cabina de comentaristas de la BBC. "¡Es increíble que una persona de casi dos metros pueda salir así!"
Desde ese mismo instante, desde las 22h 20m 0,182s en Pekín, el plusmarquista mundial de los 200 metros sabía que a su récord mundial, que el 1 de agosto acaba de cumplir 12 años, le quedaba muy poco tiempo de vida. Menos de 19 segundos y 32 centésimas, evidentemente. 19,30s, exactamente. El anemómetro marcaba un viento en contra de 0,9 metros por segundo.
Lo sabía Johnson y lo presentían, lo deseaban, los 91.000 espectadores del Nido, convertido desde la calurosa noche de ayer en el santuario de la velocidad, en el recinto sagrado del atletismo en el que un chaval jamaicano que hoy cumple 22 años, batió con sólo cuatro días de diferencia los dos récords mundiales más deseados y admirados, el de los 100 y el de los 200 metros, los récords que le permiten imprimir en su tarjeta de visita: Usain Bolt, el hombre más veloz de la historia. O el número 1, como, con una petulancia extraña en su alma juvenil, proclamó, con el índice de su mano derecha extendido, ante la primera cámara de televisión que encontró a mano. Minutos antes se había convertido en el primer atleta de la historia que se proclamaba doble campeón olímpico de la velocidad batiendo en el proceso el récord del mundo de ambas distancias, los 100 y los 200 metros, algo que ni Carl Lewis, hasta ayer considerado el mejor sprinter de la historia, había logrado cuando en 1984, en Los Ángeles, consiguió la doble victoria olímpica más deseada, el octavo en hacerlo, hasta ayer el último.
Un rayo como un chico surgió de los tacos de salida de la calle cinco y trazó una curva de 180 grados a la velocidad de la luz sin descarrilar, un hecho extraordinario de por sí, cuánto más no lo será teniendo en cuenta la longitud de las zancadas del chico, que mide 1,96 metros. Dos más bajos que él, más compactos, el norteamericano Wallace Spearmon, que corría por la calle 9, y el gran hombre de las Antillas Holandesas, Churandy Martina, por la 7, no pudieron ajustar su velocidad a las leyes de la fuerza centrífuga, por un lado, y a las del ciclón que les aspiraba a su paso, por otro, pisaron la línea por dentro en su desconcierto y fueron descalificados. Spearmon perdió la medalla de bronce, Martina, la de plata, y Curaçao se quedó sin la gran fiesta caribeña para festejar a su nuevo héroe, al hombre que en su vejez podría haber contado a sus nietos: "He sido quien más cerca ha estado del fabuloso Bolt".
Cerca, claro, es una forma de hablar ya que se quedó a algo así como seis metros, que es la distancia a la que puede traducirse las 52 centésimas, más de medio segundo, en que le aventajó Bolt, la mayor ventaja jamás conseguida en una final olímpica por el primero sobre el segundo, una distancia que convirtió a atletas de clase mundial, capaces de correr los 200 en 19,82s por ejemplo, en meros teloneros, lo que engrandece aún más el logro: Bolt corrió solo, sin nadie que le empujara, sin nunca sentir el peligro de que alguien pudiera robarle la victoria en la distancia que más ama, la que le hizo a los 15 años el campeón del mundo juvenil más niño de la historia. En la final de Atlanta, cuando el expreso de Waco corrió los 200 metros en 19,32s, el récord que debería aguantar 50 años, su ventaja sobre el segundo, el zimbabuense Frankie Fredericks, uno que era tan bueno que hasta le había derrotado un par de veces, fue de sólo 36 centésimas. Y Fredericks le empujó hasta los 150 metros, momento en el que empezó a languidecer, mientras Johnson era capaz de mantener la increíble frecuencia de sus zancadas, cortas y pegadas al suelo.
Los pasos de Bolt son largos y elevados. Corre como nadie, con las rodillas más altas que nadie. Lleva corriendo así, a la perfección, todos los Juegos: ocho carreras en total. Y su altura no baja ni un centímetro, no muestran señal de cansancio, según devoran la recta empujadas por una voluntad única. A los 80 metros, Bolt, que, como si súbitamente hubiera tomado conciencia de la importancia del momento -apenas hizo el payaso antes de salir, sólo se permitió unos pasos de reggae dancehall, una música que haría estremecer hasta al perezoso Bob Marley-, ya había absorbido la compensación a todos, a los 120 metros, ya no sentía el aliento de ninguno en el cogote y a los 150 aún fue capaz de acelerar, de pisar más de puntillas aún. Por primera vez en su vida, sólo miró al frente durante los 200 metros, en ningún momento se permitió torcer el cuello para ver a sus vecinos o mirar las pantallas. Sólo cuando cruzó la línea, el pecho bien adelantado esta vez, limando las últimas milésimas al cronómetro, giró la cabeza a la izquierda para ver el marcador luminoso, que se paraba en 19,31 (inmediatamente se redondeó a 19,30s), tal como Johnson había hecho el 1 de agosto de 1996, el mismo Johnson que ayer dijo: "Ha utilizado hasta el último gramo de energía de su cuerpo. Realmente quería el récord".
Finalmente, tras las descalificaciones, para la historia quedará que el segundo, el bestial Shawn Crawford, llegó a 66 centésimas y el tercero, otro norteamericano, Walter Dix, a 68. ¡Guau!, podría seguir gritando Johnson. ¡Guau!, corearía el mundo entero. Monstruoso.
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