sábado, 1 de agosto de 2009

La rivalidad que alimenta al genio


Santiago Segurola Marca.com

Hay una categoría superior a la de gran estrella del deporte. Es la del campeón que sale vencedor de las grandes rivalidades. Muhamad Ali necesitó de sus fieros combates con Joe Frazier para pavimentar definitivamente su leyenda. Larry Bird y Magic Johnson construyeron sus respectivos mitos a través de casi 13 años de enfrentamientos en la Liga Universitaria y en la NBA. Lo mismo hicieron Bill Rusell y Wilt Chamberlain, Carl Lewis y Ben Johnson, Jack Nicklaus y Arnold Palmer, y después Jack Nicklaus y Tom Watson. La rivalidad no solo consagra al vencedor, sino que dispara la popularidad de cualquier deporte. Michael Phelps es la demostración de este viejo axioma.
Phelps ha ganado 14 medallas de oro en los Juegos Olímpicos, ha batido tres decenas de récords mundiales y se ha establecido como el mejor nadador de todos los tiempos. Pero podría haber pasado a la historia como un campeón aburrido, un adelantado a su tiempo que no encontró los rivales suficientes para añadir a su perfil los rasgos de los mitos. Para un aficionado al deporte, las hazañas de Phelps en muchas de las pruebas se desdibujan por la falta de referentes. Es cierto que ha derrotado a excelentes adversarios en cada uno de sus éxitos en los 200 metros libres, 200 metros mariposa, 200 y 400 metros estilos. Nadadores como su compatriota Ryan Lochte y el húngaro Laszlo Cseh figuran por derecho entre los mejores de esta época. Sin embargo, al aficionado común le cuesta recordar sus nombres. No son generadores de una rivalidad que trascienda a la natación.
Lo que convierte a Phelps en algo más que una leyenda es su capacidad para ganar aquellas rivalidades que supuestamente no debía vencer. Su excepcional trayectoria está marcada por nueve años de éxitos, pero finalmente serán dos nombres los que colocarán a Phelps a la altura de los grandes genios. Uno fue Ian Crocker. El otro, Milorad Cavic. Los dos han exigido de Phelps actuaciones asombrosas en los 100 metros mariposa. Los dos han sido actores de una rivalidad histórica.
Desde los Mundiales de Barcelona 2003, donde Ian Crocker se impuso en la final, la prueba de 100 metros mariposa nunca ha contado con Phelps como favorito indiscutible, y en muchos casos ni como favorito. Sin embargo, siempre ha encontrado la manera de derrotar a sus dos fenomenales adversarios. Su capacidad competitiva estalla cuando se mide a gente que aparentemente dispone de tantas o más cualidades que él. Crocker le derrotó en Barcelona 2003 y en Montreal 2005, pero Phelps le derrotó por un dedo en los Juegos de Atenas. Lo mismo ocurrió en los Mundiales de Melbourne.
Cavic ha sucedido a Crocker. Es un sprinter puro, un fabuloso velocista que no tendría rival si la sombra de Phelps no planeara sobre la natación. En los Juegos de Pekín, perdió por una centésima en la carrera que aseguró las ocho medallas de oro del estadounidense. En los Mundiales de Roma trituró el récord mundial de Phelps en las semifinales y se le dio como seguro vencedor. Tenía dos ventajas: su marca y su bañador, más impermeable que el de Phelps. El español Rafa Muñoz declaró en las vísperas de la carrera que el primer puesto ya estaba asegurado: era de Cavic. Era lo lógico. Pero la lógica de Phelps es diferente. Donde encuentre el mayor de los desafíos ofrecerá la mejor de sus versiones.
En la final desplegó la clase de fuego que sólo está al alcance de los dioses del deporte. Atacó a Cavic con la vehemencia de los depredadores. No le concedió la ventaja que suponía Cavic en los 50 metros. No le dio el segundo de ventaja que esperaba el serbio. No pasó séptimo por la mitad de la carrera, como en Pekín. Cuando regresaron del muro, Cavic se encontró con Phelps apenas a un metro. El impacto fue evidente. Lo imposible sucedía de nuevo. Volvía el genio de la natación. Como tantas veces ocurrió con Crocker, tal y como aconteció en Pekín frente a Cavic, Phelps destrozó a su rival en los últimos metros, esta vez para bajar por primera vez de los 50 segundos y para imponerse en una prueba que le hace más grande que nadie. Y eso se lo debe en gran parte a los dos adversarios que le han procurado una rivalidad inolvidable.

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