miércoles, 20 de agosto de 2008

Ben Johnson, la gran vergüenza


Seúl fue elegida sede de los Juegos de la XXIV Olimpiada durante el Congreso Olímpico de Baden-Baden, en 1981. Sólo tenía una rival, Nagoya. Todos los días, antes de la elección, un grupo de ecologistas japoneses protestaba a la entrada de la Sesión del COI contra la candidatura de su ciudad. Nadie lo hizo contra la dictadura militar surcoreana. Fue decisivo.

Años después, precisamente en Seúl, la noruega Lillehammer ganó la elección de los Juegos de Invierno de 1994, los primeros que rompían el ciclo de los de Verano para aumentar las arcas del COI en años distintos. En Baden-Baden, los inefables miembros del COI prefirieron la ecología que ni conocían ni practicaban en sus negocios particulares y volvieron a meterse en un problema político cuando había escampado bastante y podía llover sobre mojado.

Al final, tras descolgarse Corea del Norte de una organización compartida y no participar Cuba, Etiopía y Nicaragua en una solidaridad exagerada que sólo dañaba una vez más a sus atletas, lo que llovió fue stanozonol, el anabolizante que usó Ben Johnson, la gran estrella de la velocidad desde años antes. El canadiense de origen jamaicano y africano había asombrado con sus salidas y su rapidez, con su musculatura. Era el máximo ejemplo de los esprinters negros imbatibles con la evolución genética natural. Descendientes de los hombres musculosos de fibras rápidas de las zonas del golfo de Guinea, escogidos por los negreros que los veían como los más fuertes para resistir los viajes a América y el trabajo de esclavos. Los sobrevivientes, libres y mejorando generación a generación sus condiciones de vida, daban frutos como Johnson. Pero él fue mucho más lejos con el dopaje. Creyó que no le iban a coger, pero los métodos empezaron a modernizarse y descubrieron sus músculos inflados artificialmente. La gran vergüenza. Otra afrenta a la credibilidad del deporte de élite.

En medio del escándalo, también sorprendió que no diera positivo, y que confirmara sus marcas siderales anteriores, Florence Griffith, retirada inmediatamente después y sospechosamente fallecida 10 años más tarde. Sólo Marion Jones, que ha confesado su dopaje, se ha acercado después de 20 años a sus 10,49s en 100 y 21,34s en 200.

Matt Biondi, el gigante sucesor de Spitz, se quedó en cinco oros, una plata y un bronce. Los seis oros de la alemana oriental Kristin Otto, aunque no dio positivo, estuvieron manchados de origen.

España retrocedió aún más en unos Juegos que abrieron Corea a la democracia. Pero las cuatro medallas fueron de ley en modalidades difíciles. Un anuncio, al menos, de que se podía ganar a cualquiera con una buena preparación. En la bahía de Pusan, al sur del país, la familia Doreste siguió dando oros a la vela. José Luis, el mayor, sucedió en la clase finn a su hermano Luis, que navegó en 470 en Los Ángeles y volvería a ganar con el último flyng dutchman en Barcelona. El profesionalismo total, con al astuto truco Samaranch de "tregua de publicidad e ingresos" durante los Juegos, entró de lleno con el regreso del tenis. Steffi Graf orló el cuadro de honor y Emilio Sánchez Vicario y Sergio Casal fueron plata en dobles. Sergi López, en 200 braza, quitó el bronce a Mike Barrowman, su compañero de entrenamiento en Estados Unidos y luego plusmarquista mundial y oro en 1992. Jorge Guardiola, en el desempate con otro estadounidense, Daniel Carlisle, logró el tercer puesto que se mereció largo tiempo el buen nivel del tiro de skeet. Terminaba un largo ciclo de sequía. Llegaba Barcelona.

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