lunes, 11 de agosto de 2008

La contrarreloj de Phelps


Como los depredadores que anticipan con placer el momento de la caza, Michael Phelps abrió al alba su primer día de medalla. A las seis y media de la mañana, el gigante del agua rompió a zancadas la pegajosa bruma pekinesa y metió su cuerpo filiforme en la piscina de calentamiento. Llevaba media hora despierto. Había visto cómo Ryan Lochte, su rival y compañero de apartamento, se marchaba a desayunar, una hamburguesa, al McDonalds de la Villa Olímpica.

Y así, entre chancletazo y chancletazo, discutió con su entrenador camino de la piscina. “Eran las 6.30 de la mañana y bromeamos sobre el récord de los 400 metros estilos”, resumió Phelps su conversación con Bob Bowman; “es una de las carreras más duras y le dije que esperaba que fuera la última. ‘Ya veremos’, me contestó; ‘depende de si nadas en 4m 5,24s”. Tres horas y media después, a las 10.07, el campeón se había asegurado el oro, el récord del mundo (4m 3,84s) y el colapso completo de su agenda de deportista.

Phelps, el chicarrón de las espaldas hiperatrofiadas, fue un niño de nueve años con receta para consumir Ritalin, un medicamento para tratar la hiperactividad. Un día, cansado de tener que acudir diariamente a la enfermería del colegio, se plantó ante su madre. “Estoy harto”, le dijo; “puedo controlarlo”. O no. Su programa del domingo, que repitió en la madrugada española del lunes en busca de su segundo oro, esta vez en el relevo de 4x100, refuerza la imagen de un nadador entregado a una actividad frenética. No tuvo descanso desde las seis hasta las once de la mañana.

A las 9.50, el monstruo de Baltimore dio por zanjado el calentamiento, se calzó su gorro, entró en la cámara de llamadas y se puso a temblar. “Entré y empecé a sentir escalofríos”, contó luego; “a partir de ese momento me empecé a emocionar más y más”.

Phelps intentó protegerse de los nervios con la música de sus cascos. Rodeó su mundo de rimas hip hop. Dejó que su cuerpo procesara el desayuno y que su fina piel afeitada recordara el regusto del agua clorada. Lo que siguió fue un autohomenaje. A las 10.07, tras secar el poyete de salida con su toalla, celebraba su arrolladora medalla en los 400 metros estilos. Luego, la locura. A las 10.10, prensa en la zona mixta. A las 10.36, el podio, con el oro colgado del cuello y el himno cortado a medio camino.

A las 10.45, estiramientos y rueda de prensa retrasada. A las 11.30, 200 periodistas escuchando sus palabras. Y a las 19.15, tras más piscina, la comida y la siesta, las series del 200 metros estilos y el descanso permitido en las del relevo de 4x100 ¿Qué había pasado en medio? “Que cada vez que piensas que te vas a acercar a él salta a otro nivel”, resumió el húngaro Cseh, plata por la mañana.

El campeón, que se enfrenta a un duro programa de madrugones y descanso discontinuo, se plantea el reto de los ocho oros como un estricto proceso de olvido desapasionado. “Tengo muchas carreras durísimas por delante”, explicó; “va a haber tipos rapidísimos en ellas. Por eso tengo que volver a concentrarme tras cada una para luego dejarla atrás cada vez que nado. Tengo que actuar como si nunca hubiera ocurrido. Es un honor haber sido capaz de hacer lo que he hecho. Estoy en la mejor forma de mi vida”.

Y se marchó a descansar. Le esperaban los juegos de cartas en el piso con Lochte, el rival derrotado; la cama y una constatación sorprendente: con 12 años, Phelps fue castigado sin poder utilizar el autobús escolar porque respondió con un puñetazo a los niños que le martirizaban. Casi al mismo tiempo le tuvieron que poner un profesor particular porque era un zote en matemáticas. Ha acabado en el lado contrario.

El chico calcula sus horarios con la precisión de la aguja de un sastre. Y el objeto de sus puñetazos se encoje a cada uno de sus largos: Phelps destroza los relojes.

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