jueves, 14 de agosto de 2008

Mariposa ciega


Da igual que sea en los Juegos de Pekín. Desde dentro todo lo que se ve son texturas azulinas traslúcidas. El edificio parece una burbuja. Carece de ventanas. Le llaman Cubo de Agua y en su interior hay una multitud que se ha sometido a una especie de aislamiento físico y espiritual. Desde las 7.00 de la mañana hasta las 9.00 de la noche. Algunos sólo salen de la piscina a ratos. Su propósito es combatir el tiempo. Tarea inútil y conmovedora que tiene en Michael Phelps a su exponente más obstinado.

El hombre lleva 13 años rebajando marcas. Empezó a los 10 en una reunión celebrada en Princeton (Nueva Jersey), disputándole el récord nacional de edad (NAG) a un tal Rory Connell. Entonces ya tenía una fijación. No con Rory Connell, que desapareció entre la multitud anónima de nadadores, sino con los tiempos, los parciales, los totales, etc. Nadaba para ir cada vez más rápido y se cronometraba como un poseso. Ayer seguía igual que siempre cuando salió del vestuario a las 10.20 de la mañana, con la toalla en la mano, para cumplir con el rito de la preparación. Fue el único entre los ocho finalistas que no saludó a la cámara. Estaba en su mundo. Listo para batir el récord de los 200 mariposa por sexta vez desde 2000, y, después, nadar la final del relevo de 4x200 con el resto del equipo estadounidense.

Phelps empezó como un tiro. Su tiempo de reacción en la salida recortó tres centésimas de segundo al que hizo cuando se lanzó al agua para obtener el récord mundial en Melbourne, en 2007. Hasta ahí, todo bien. Pero al romper el espejo, algo falló. Sus gafas, adheridas a los ojos por dos ventosas, se movieron. Por las ranuras entró agua y cloro. A cualquier otro nadador esto le habría supuesto quedar fuera del podio. A Phelps sólo le impidió batir su propia marca mundial por más de un segundo de diferencia.

"Las gafas se me llenaron de agua", explicó, al salir de la piscina. "Empecé a tener problemas para ver. La cosa se fue poniendo cada vez peor. En los últimos 100 metros no veía ni las paredes. Me guiaba contando las brazadas. Los nadadores sabemos exactamente las brazadas que damos, y así supe cómo hacer los virajes. Tuve miedo de impulsarme demasiado en las paredes porque pensé que se me podían salir las gafas del todo. Por eso me enojé tanto. Quería nadar en un minuto y 51 segundos, o menos".

Phelps se había preparado para bajar de un minuto y 51 segundos. Al final, se quedó en 1m 52,03s. Seis centésimas menos que su plusmarca anterior. Los 200 mariposa son su carrera más querida y, por sus entrenamientos, tenía la convicción de que pulverizaría su registro con cierta facilidad. Esto habría significado introducir un escalón prácticamente insalvable para la generación venidera. Phelps nada cada prueba no sólo para ganar el oro. Piensa en dejar de participar en la media distancia, y quiere hacerlo del modo más grandioso. En previsión de que su sucesor sea un tipo tan desaforado como él mismo, procura echar un cerrojo. No lo consiguió. Al salir del agua, lo primero que hizo fue arrancarse las gafas de la cabeza y arrojarlas con rabia sobre el pavimento. Sus entrenadores aseguran que, con 10 años, también la emprendía con las gafas. Ayer, estaba furioso a pesar de haber ganado un oro con la mejor marca de siempre. Hay cosas que la gloria no puede cambiar.

Phelps se desahogó ganando otro oro en los relevos, una hora más tarde. Al subir al podio se echó a llorar. "Pensé que ya tenía 11 medallas de oro", dijo; "recordé que desde que era un niño había soñado con participar en unos Juegos. Pensé que había pasado a ocupar un lugar junto a los atletas más grandes de todos los tiempos. Fue un sentimiento grandioso. Inexplicable".

Alguien le preguntó qué significaba una medalla. Entonces intentó describir el sentido de su búsqueda. "Una medalla olímpica", dijo; "es algo que siempre llevas contigo. Para siempre serás un medallista. La Navidad y el cumpleaños son cosas que ocurren sólo una vez al año. Pero una medalla es permanente. No envejece nunca".

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