CARLOS
ARRIBAS
EL
País.com
Debajo
de las hojas que empiezan a caer en un otoño que nunca se ha sentido tan cálido
brillan las castañas hermosas en el amanecer en el Prater como brilla Eliud
Kipchoge más allá de la hojarasca y del circo que le envuelven mientras corre
veloz, más veloz y más regular que ningún maratoniano antes, entre el Danubio
de Strauss y la noria del Tercer hombre, para completar por primera vez en la
historia un maratón (42,195 kilómetros) en menos de dos horas (1h 59m 40s).
Le
abren paso cinco atletas en V, comiendo el viento que levantan con su
velocidad, 21,100 kilómetros por hora (como un reloj suizo corren, precisa un
periodista suizo en la tribuna) y persiguen una luz verde en el asfalto
proyectada desde una furgoneta que marca el ritmo. Un rayo verde que nunca alcanzan
y que nunca se aleja, y así tiene que ser, el rayo que transporta a donde
ningún otro atleta ha llegado antes. Los atletas que le acompañan se
intercambian, entran y salen, veloces, como soldados entrenados, en la
formación. Kipchoge permanece.
Son
exactamente las 10 horas, 14 minutos y 40s de la mañana del 12 de octubre de
2019, en Viena.
“He estado en la luna, y he regresado”, dice
Kipchoge, más que un maratoniano un maratonauta, explorador en un territorio
virgen, salvaje. “Los últimos 200 metros, los últimos 30s, han sido el mejor
momento de mi vida, estaba haciendo historia. Soy un hombre feliz”.
A
nadie le importa en ese momento que la federación nunca reconozca el tiempo
como récord mundial porque no se ha hecho conforme a sus reglas. No se trataba
de eso.
Los
últimos metros Kipchoge corre liberado, acelera y supera a los gregarios que le
han guiado, que le han protegido, marcado un ritmo tan fuerte, 2m 50s el
kilómetro, que solo él, Kipchoge, keniano, 34 años, 1,67 metros, 52 kilos,
puede resistir durante 42 kilómetros y un pico. Todos de negro luto, él de
blanco. Los gregarios son campeones que se han prestado a la tarea. Y más que
atletas, mercenarios, los hermanos Ingebrigtsen que tanto fascinan, el viejo
Bernard Lagat, el campeón olímpico Centrowitz, el fenomenal Barega, se sienten
protagonistas de un momento único que entre todos hacen realidad. Todos con las
zapatillas rosas que Nike inventó hace unos meses, zapatillas con un muelle en
la suela que les permiten correr más que con las zapatillas de siempre, y con
el mismo gasto. Las zapatillas de Kipchoge son blancas, son la última evolución
de las polémicas Vaporfly. Nadie las ha usado antes. Dicen los que han buceado
en la oficina de patentes que la marca de Eugene le ha fabricado unas con tres
placas de carbono y cuatro cojines de aire comprimido, para que la espuma no se
hunda, para que el pie no acabe en el asfalto. Sobre ellas bota Kipchoge, ni una
mueca en su rostro, seguro.
Un
kilómetro a 2m 50s, otro, el que debe tratar con la gran rotonda, que ralentiza
la marcha, 2m 52s, el siguiente, a 2m 48s, todo recto; así, sin cambios,
repetitivo, sin acelerones ni frenazos. Y no se sabe si admirar más el temple
del pie del conductor de la furgoneta sobre el pedal del acelerador o los
corazones que le siguen latiendo al unísono, sin desbocarse. El maratón que
cambia la historia del maratón es un concierto de música New Age, notas y notas
repetidas, sin fin. (tabla de tiempos por kilómetros)
Nadie
se sale de la senda marcada por dos líneas naranjas. Al grupo en V, Kipchoge
siempre pegado a su vértice, y dos guardaespaldas detrás de él, le acompañan
cuatro asistentes en bicicleta, Pinarellos con un gran ordenador en el
manillar. El que va primero le tiende regularmente, cada cinco kilómetros una
botella de bebida, y lo hace después de abrírselo, como quien le acerca el
biberón a un niño, y Kipchoge lo coge y bebe a pequeños sorbos, calculados para
que no se queden en la garganta y le atraganten, para que bajen poco a poco al
estómago. Todo está calculado. Le devuelve la botella al proveedor a pedal,
quien calcula lo que ha bebido y prepara el siguiente avituallamiento acorde a
ello.
Temperatura:
8 grados al comienzo, y una niebla húmeda que se levanta; 11 grados al final.
Sin viento. Media maratón en 59m 52s, cuatro segundos más rápida que en el
ensayo de Monza, mayo de 2017, cuando en unas condiciones similares,
controladas; con las mismas ayudas, zapatillas, liebres intercambiables,
furgoneta, Kipchoge se quedó a 26s del objetivo.
“Fue
el ensayo que me hizo saber que estaba a mi alcance”, dice Kipchoge, quien en
el Prater no sufre la crisis del kilómetro 37 de Monza, que le hizo perder
todo. Y cuando un periodista norteamericano le pregunta larguísimo si de verdad
no lo pasó mal en la media maratón, o fue una impresión falsa, le responde con
una palabra sola: “Falso”. Pasa por el kilómetro 40 en 1h 53m 36s, 28s más
rápido que en Monza. No puede fallar.
Desde
el valle del Rift
Los
últimos metros ya se permite perder la compostura. La sonrisa habitual en su
rostro que muchas veces no es más que un rictus de dolor, se hace risa plena, y
gesticula señalando las cunetas, repletas de aficionados, unos 20.000 que han
madrugado, a lo largo de los casi 10 kilómetros del circuito, y hasta disfruta
él mismo viéndose correr en la pantalla gigante. Las liebres cierran el
escenario por detrás.
Solo
hay un protagonista, un talento puro, ascético, más de cuatro meses de
entrenamiento en el Valle del Rift, un corazón, una cabeza, dos piernas, un
atleta único que brilla espléndido por debajo de la hojarasca, superior a todo
lo que le rodea, al circo que se ha organizado para ayudarle, al millonario Jim
Ratcliffe que ha invertido en la hazaña como otro millonario, Richard Branson,
invierte en la exploración del universo en globo, o como se financiaba el descubrimiento
de las fuentes del Nilo. Por encima de todo de las frases de libro de autoayuda
con la que Kipchoge se lanza a describir su carrera, la demostración al mundo
entero, dice, de que no hay límites para la persona humana.
Para
él, al menos, no. Ha corrido 14 maratones en su vida y en ninguno se ha
retirado. Los ha ganado todos salvo uno, que terminó segundo. Tiene el récord
del mundo oficial (2h 1m 39s). Es campeón olímpico. Se ha levantado a las cinco
de la mañana. Ha desayunado gachas de avena. Ha pasado, entre las cinco y las
8.15, cuando salió a correr, los peores momentos de su vida, los más nerviosos.
Después, cuenta, salió a correr y fue su Nirvana. La mente clara, limpia, solo
concentrada en la carrera. Ha llegado a la luna del maratón. Ha regresado a la
tierra, ha pasado control antidopaje (y también las liebres) y recita un dicho
africano: “Hasta el hombre más poderoso necesita a alguien que le corte el
pelo. Nunca diré que soy el mejor de la historia, nadie puede decirlo”.
Pero
sí que solo él ha descubierto lo que hay en una maratón más allá de la frontera
de dos horas, en una hora, 59 minutos y 40s exactamente.
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