CARLOS
ARRIBAS
El
País.com
Cuando
llega al final de un largo camino, la victoria es un acto de justicia, un final
lógico que recompensa la valentía de quien toma decisiones y elige por dónde
quiere viajar, el final que Orlando Ortega ha soñado primavera y verano en su
apartamento de Larnaca (Chipre), que no es su Artemisa cubana, pero también es
isla, y tiene playa en el Mediterráneo. Pero quien proclama la existencia de
esta justicia debería precisar que siempre llega a menos que corras la final de
un Mundial de 110m vallas por la calle cinco y en la cuatro, a tu izquierda,
tengas a Omar McLeod.
Así
le ocurrió a Orlando Ortega, que al final de su viaje no encontró el nirvana de
la felicidad sino el deseo más fuerte que quizás haya sentido en su vida de
asesinar a alguien. Se conformó, no podía hacer otra cosa, con decir lo que
pensaba. Se lo dice primero a su compañero de entrenamientos, Milan Trajkovic.
“Ha estado toda la carrera metiéndome el codo, entrando con él en mi
Cienfuegos,
el primer español en una final de martillo, termina séptimo
Orlando
ataca la valla con la pierna izquierda y McLeod, con la derecha, así que cuando
el brazo izquierdo derecho de Orlando avanza, el codo derecho de McLeod, que
corre peligrosamente escorado a su derecha, le golpea y le frena. Y tanto se
escora que en la octava valla comienza a perder el equilibrio, en la novena se
mete en la calle de Orlando, que derriba, y en la décima, la última, se
derrumba el jamaicano estrepitoso y obstaculiza el sprint final del español,
que lo aparta con el brazo como puede, y pierde la medalla que tenía cerca.
Termina quinto (13,30s). Gana el norteamericano Grant Holloway (13,10s);
segundo es el ruso Serguéi Shubenkov (13,15s), y tercero es el francés Pascal
Martinot Lagarde (13,18s). Solo el norteamericano iba por delante antes del
desastre de McLeod, que fue descalificado. Los otros dos, y el chino Wenjun
Xie, le superan en los últimos metros.
La
federación española reclama ante el jurado de apelación (el portugués Samuel
López, el australiano Peter Hamilton y un tercer miembro del consejo de la
IAAF), que a las 2.40 de la madrugada de Doha rechaza su petición de repetir la
carrera o, en un gesto de deportividad, darle una medalla a Orlando, pues en el
momento de la obstrucción marchaba tercero y progresaba. "En efecto, el
atleta español ha sido frenado", reconoce apelación, "pero este tipo
deincidentes es habitual en las carreras de vallas".
Después,
más calmado, ma non troppo, Ortega, habla por televisión; a su lado, Javier
Cienfuegos, que acaba de terminar séptimo la final del martillo, escucha.
“Me parece un robo, una estafa. Y no es la
primera vez que pasa con este corredor. Lo veía venir desde que supe que me
tocaba a su lado. Es evidente que se mete en mi calle. Me han robado una
medalla y la IAAF debería hacer algo... Un año trabajando para que suceda esto,
pero no puedo hacer nada”.
El
chico que acaricia las vallas ha cambiado. Antes de su semifinal, en vez de
darle a la playstation como hacía en su otra vida, cuando los tiempos de
soledad en Valencia, donde se entrenaba solo, aislado, solo ayudado, de vez en
cuando, por su pareja, el nuevo Orlando Ortega pasa horas mirando vídeos de
carreras, analizando, estudiando, como le contó a la periodista Conxi Mollà.
Corrió a media tarde la tercera semifinal (13,16s), inmutable el gesto,
concentrado en su faena, a su ritmo, un, dos, tres, hop, un, dos , tres, hop,
nueve veces, ajeno a las señales de macho alfa, las feromomas a tope, que
emitieron en las dos anteriores Grant Holloway (13,10s) y Omar McLeod (13,08s).
La
calma antes de la final le dura poco, sin embargo. En cuanto le comunican el
reparto de calles decidido según los tiempos de las semifinales empieza
temblar. “No es la primera vez que pasa con este corredor”, dice. “Lo veía
venir desde que supe que me tocaba a su lado”.
La
trashumancia electiva y la renuncia le han dado a Ortega, de 28 años, mala
recompensa. Eligió irse de Cuba para vivir del atletismo sin que nadie
decidiera por él, y, cuatro años más tarde, eligió irse de España, de Valencia,
y de que le entrenara su padre, para largarse a Chipre para que le guiara un
griego que solo habla en griego y del que no sabía ni su nombre (se llama
Antonis Giannulakis) y con el que se comunica con el traductor de Google de su
móvil. “Y me divierto mucho. Tenemos un grupo muy majo”, dice. “Fui con Antonis
sin saber siquiera de qué escuela era porque necesitaba respirar, un cambio
mental”, dice Orlando Ortega, quien progresó tremendo guiado por su padre hasta
una mejor marca de 12,94s, en 2015, cuando aún era cubano, y con su padre
también alcanzó su mayor éxito, la plata de Río tras su adorado McLeod, su
mejor día como atleta, su debut como español.
Vaciado
su primer furor ante la televisión, por la zona mixta, la amargura creciendo en
su interior, Orlando Ortega pasa mudo. Ante los periodistas que esperan
lágrimas de alegría y llanto de pesar, siempre buscando la emoción extrema, los
deportistas demustran como pocas veces que su vida son ellos, sus esfuerzos,
sus sacrificios. Y no piensan en el de al lado. Holloway, Shubenkov y Martinot
Lagarde, los tres medallistas, liberan sus emociones, sus sueños, sus
sacrificios. McLeod lamenta su mala fortuna. "Sentí un tirón del isquio en
cuanto pasé la primera valla", dice el jamaicano, de 25 años, campeón olímpico
en Río y campeón mundial en Londres 2017. "Y eso me hizo perder la
técnica. Y otra vez sentí el tirón mediada la prueba, pero lo di todo hasta el
final. He tenido que hacer muchos sacrificios este año para llegar aquí. Me
presenté preparado y valiente".
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