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Hay tanta humedad que las manos le chorrean sudor y se escurren bajo el guante. El pegamento de resina que aplica sobre el dorso del guante se ha hecho líquido y no evita que se le deslice cuando intenta agarrar firme la cuerda. El guante está tan empapado que no vale para nada y Antonio Fuentes sale al sol de Doha con él en la mano a buscar una peluquería para que un peluquero le preste un secador. Encuentra el local y enseñándole un vídeo de un lanzamiento logra que el peluquero le entienda y le seque el guante. Fue una tarea complicada y tenaz, pero no lo más complicado que ha hecho en su vida Fuentes. Para uno que ha logrado que en Montijo (Badajoz, 15.600 habitantes) se lance martillo tan bien que de allí ha salido un chaval llamado Javier Cienfuegos, uno de los mejores del mundo, la hazaña del secador es una anécdota mínima.
Cuando
empezó a lanzar martillo Cienfuegos, en los primeros años del siglo, en Montijo
había un círculo de cemento, un cabezota (Antonio) y nada más. No había ni
martillo ni tampoco jaula para evitar accidentes si a alguno de los tres
chavales que lo practicaban se le escapaba el artefacto de las manos. El primer
martillo lo confeccionaron con un balón medicinal, una red de pescar cangrejos
en el Guadiana, tan cercano, el asa de un bote de pintura y una cuerda de
saltar la comba. Lanzaba uno y los otros dos se quedaban al lado, tan
tranquilos. Alguien les dijo que era peligroso y con unos palets de madera
construyeron un cerco, como una barrera de los toros, y se agachaban detrás
cuando otro lanzaba. “Era como las trincheras de la guerra, todos mirando desde
las rendijas”, recuerda Fuentes, quien empezó porque le gustaba el atletismo y
su hija no corría mucho, y le dijo: pues a lanzar. Compró libros que no
entendía y cada día le decía una cosa. Y luego se apuntó Cienfuegos, nacido en
julio de 1990, quien era ya un chico grandote que jugaba al fútbol de portero y
se aburría un poco. “Y me apuntó mi madre”, dice el lanzador que ha colocado el
récord de España en 79,34 metros, una distancia que le da entrada al selecto
club de los mejores y llega al Mundial con la tercera mejor marca de los 34
inscritos y sin límite en sus aspiraciones.
Por
pura insistencia y pelea contra todos —la policía les decía que no podían
lanzar, que podían darle a algún coche; los responsables del club, que eran
fonderos, querían prohibirles lanzar—, lograron un martillo oficial, y
progresaron. Usaba vídeos VHS grabados de los Juegos de Atenas (era 2004) y se
pasaban horas dándole a la tecla del play y del pause, y siempre paraban la
imagen tarde, y se desesperaban, y proseguían. Entre padres e hijos
construyeron una jaula que una ráfaga de viento derribó al segundo día, y la
Guardia Civil les preguntaba que adónde iban con esos mástiles. “Y tuve
suerte”, dice Cienfuegos, “porque de mi año no había muchos de buen nivel y
quedé entre los tres mejores de España y ya empecé a ir a concentraciones, y
cuando iba, lo apuntaba todo en una libreta y volvía y se lo explicaba a
Antonio, y así progresamos. Pero Antonio mostró tanto interés que al final el
responsable federativo le invitó a él a las concentraciones y ya aprendió
directamente”.
Cienfuegos,
un prodigio, a los 17 años vio que ya era imposible progresar más con Antonio y
se fue a Madrid, a la Blume, donde Raúl Jimeno le pulió. “De un libro y unos
vídeos se llega a donde se llega”, dice Cienfuegos. “Y con Raúl di el paso más
grande, un récord del mundo júnior que me situó en la élite mundial. Y si no
llega a ser por Raúl aquí no estoy. Si sigo en el pueblo habría ido a la
universidad y el lanzamiento habría sido un hobby sin más. Con Raúl fui a mi
primer Mundial en 2009, a los 19 años, y estaba tan lanzado que si ese año me
preguntan cuánto iba a tardar en lanzar 79 metros, no digo 10 años, como ha
sido, sino tres, cuatro, pero las circunstancias son las que son. Siempre hay
dolores, problemas técnicos. Me rompí el isquio y se me fue la luz”.
En
2015, antes de los Juegos de Río, regresó a Montijo con Fuentes, quien,
paralelamente, había seguido creciendo como técnico. “Yo soy un tío de pueblo,
soy un tío tranquilo. Soy un martillero. Madrid se hizo duro. Si no vuelvo no
llego. Cada etapa tiene su momento. Llevaba siete años fuera de casa y ya me
costaba mucho. Iba los fines de semana al pueblo y ya no quería volver, y más
cuando me casé y tuve un hijo”, dice Cienfuegos. “Pero nos salieron mal los
Juegos de Río [lanzó 69 metros] y al volver le dije a Antonio ‘algo nos falla,
y no es la técnica, así no podemos seguir. Quiero más porque no estrenamos,
sufrimos, y no veo resultados. Necesitamos a Carlos Burón”.
Burón
fue el entrenador de Manolo Martínez, el lanzador de peso leonés, un sabio de la
fuerza. “Fue el punto de inflexión. Fue estar con él y decir, ya hemos dado con
la tecla. A los seis meses ya estaba cerca del récord de España”, explica
Cienfuegos, una torre de 1,93 metros y 130 kilos, mucho más músculo que grasa
que se alarmó porque al poco de entrenar con Burón tuvo que operarse de la
espalda. Cuando volvió pensaba que no tenía músculos, lumbares, sino gelatina
en la que le daba grima hundir los dedos. “Pero la lesión nos sirvió para
corregir un par de cosillas técnicas. Ahora, Antonio habla más con Carlos que
con su mujer. Y gracias a los dos estoy aquí como estoy”. Gracias a los dos,
este año ha batido el récord de España cuatro veces, lo ha llevado de 76 a casi
80 metros y se presentará este martes en la calificación (a partir de las
15.30), confiado y tranquilo. “Más de la calificación no pienso, pero paso”.
Y
sonríe, sonríe siempre.
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