domingo, 19 de diciembre de 2010

LA VERDAD NO ESTA EN LA CARNE



JAVIER MOSCOSO ABC.es

Las últimas operaciones policiales relacionadas con los casos, muy ilustres algunos, de consumo y tráfico de sustancias dopantes en el deporte español producen asombro, indignación (a veces) e incredulidad (casi siempre). ¿Cómo es posible, nos preguntamos, que personas tan admiradas, de prestigio tan reconocido, que han regresado a nuestro país después de consumar sus hazañas en tierras extranjeras, hayan sido descubiertas en delitos o faltas que, cuando menos, ponen en entredicho la magnitud de sus logros? Estos deportistas, primero encumbrados y más tarde investigados, acusados y encausados, ¿son inocentes o culpables? Sus marcas y sus gestas, ¿se consiguieron bajo la sombra de la duda o están limpias de sospecha? Las autoridades españolas insisten, probablemente con razón ¿o al menos con la razón política?, que estos pocos casos no enturbian al conjunto del deporte y que se equivocan de estrategia quienes pretendan defenderse apuntando hacia todo y hacia todos. Es decir, hacia los éxitos deportivos más jaleados y celebrados de nuestra historia reciente.
Aunque algunos medios de comunicación, proclives a cebarse en la desgracia del héroe caído, se concentren en este o aquel deportista, el problema del dopaje depende de la idea que se defienda de la competición, del deporte y también por supuesto de lo que se considere dopante en cada caso. La historia nos enseña que el uso de sustancias para mejorar el rendimiento físico ha formado parte del deporte desde mediados del siglo XIX, es decir, desde que apareció en Europa la cultura de la competición tal y como hoy la entendemos. Por otra parte, los intentos de erradicar algunas prácticas consideradas peligrosas o ilícitas no comienzan hasta la década de 1960, en parte con la idea de preservar un «espíritu» deportivo que la práctica misma de la competición hacía, y hace, completamente inviable. La Agencia Mundial Anti-Dopaje (WADA), creada en 1999, inmediatamente después de los escándalos surgidos en el Tour de Francia, tampoco parece tener muy claro en qué consiste doparse. Sus contradictorias definiciones consideran doping cualquier conducta que contravenga las reglas de la propia WADA, es decir: las mismas reglas que establecen la lista de sustancias prohibidas, o las condiciones de uso de algunos medicamentos, permitidos tan sólo bajo circunstancias específicas. La conclusión es clara. Si una sustancia nueva no está en la lista, o en la práctica no ha sido sometida al arbitrio de la WADA, ¿hasta qué punto puede considerarse ilícita?
Todo esto ¿cómo se explica? ¿Por qué es malo doparse? Fuera de otras consideraciones legales, las autoridades esgrimen dos razones. Primero, dicen, es malo para la salud del deportista. Segundo, y tal vez más importante, es perjudicial para las virtudes de la competición. Conviene no olvidar, sin embargo, que no toda sustancia dopante es peligrosa y que tampoco cabe decir, ni mucho menos, que toda práctica deportiva sea potencialmente inocua. Por el contrario, algunas son claramente arriesgadas. En la mente de muchos aficionados al atletismo estará la llegada agónica a la meta de la corredora suiza Gabriela Andersen-Schiess en la Maratón de Los Angeles de 1984. La tortura televisada de un cuerpo que apenas podía mantenerse en pie, que tenía limitadas sus funciones vitales y al que sin embargo los equipos médicos no podían o no querían acercarse, todavía despierta serias dudas no sólo sobre los límites del cuerpo, sino sobre las intenciones del deporte.
No sabemos lo que es el doping porque no sabemos qué queremos del deporte. O mejor dicho, mantenemos en relación con la alta competición una posición difícil de gestionar tanto para aquellos que ponen las reglas como para quienes están obligados a cumplirlas. Esa es la razón por la que los laboratorios anti-dopaje van siempre por detrás en su lucha contra la trampa. Cada caso, cada nueva sustancia, produce una sacudida del sistema. Interrogado por la prensa, el ganador del último Tour de Francia, Alberto Contador, nos regalaba hace unas semanas un titular de profundo contenido filosófico: «Sólo hay una verdad», decía. «Y está en la carne». Aunque el corredor se refería a la posible ingesta de un filete contaminado, su titular más bien parecía una proclama filosófica. Nietzsche hubiera estado de acuerdo. Para el filósofo alemán, que vivió la gran eclosión del deporte en Europa que culminaría con la creación del movimiento olímpico por el Barón de Coubertin a finales del siglo XIX, el sacrificio, el esfuerzo, el dolor incluso, estaban en la raíz de la superación personal. Nunca hubo nada, sin embargo, que permitiera sugerir que lo importante era tan sólo participar. La verdad del dopaje no está en la carne, sino en la industria de la alta competición, heredera de mitos y leyendas sobre el cuerpo, sobre los valores humanos y sobre el uso de las drogas, que obliga a los deportistas a vivir, a veces a mal vivir, entre la necesidad de la victoria y el ansia de pureza.

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