sábado, 18 de diciembre de 2010

PARAD A LOS GALGOS



CARLOS ARRIBAS

Marta Domínguez es la galga, una galga corredora de patas largas y larga nariz, y una cinta rosa sobre la frente, por encima de las orejas que le cuelgan. La imagen, la caricatura, que se encuentra en la página web de la campeona del mundo inspiró a los agentes de la Guardia Civil que buscaban bautizar una operación antidopaje que debería acabar, y acabó, por ahora, en el deshonor público de la mejor atleta española de todos los tiempos, la gran dama de España. La galga se convirtió finalmente en lo que nunca habría querido ser, y menos una atleta celosa de su libertad e independencia y un punto rebelde, en liebre, en el objetivo de los verdaderos galgos en lo que parece, al final, una fábula, los agentes de la Guardia Civil que la persiguieron hasta agotarla, hasta detenerla en una fría mañana castellana de diciembre.

El lunes 15 de noviembre, al día siguiente de ganar el cross de Quintanar, Alemayehu Bezabeh se extrajo medio litro de sangre y, con ello, puso fecha a su caída y, con él, la de algunas de las personas más respetadas, admiradas e históricas del atletismo español. "Ahora te vas a Etiopía a entrenarte en altura y esta bolsa te la vuelves a poner cuando vuelvas, el jueves antes del Campeonato de Europa", le dijo al atleta Manuel Pascua Piqueras, su entrenador, que había colaborado en la extracción sanguínea. Los agentes de la Guardia Civil que escuchaban la conversación lo decidieron inmediatamente: el 9 de diciembre actuarían, sorprenderían a algunos de los principales implicados con las manos en la masa, registrarían las casas de todos. Siete meses después de haberse iniciado, todo cuadraba. La Operación Galgo quedaba lanzada.
La noche del 8 al 9 de diciembre, 70 guardias de la Unidad Central Operativa (UCO), heraldos inesperados de un cambio no deseado en la vida de 14 personas, durmieron muy poco. Una noche de control y vigilancia de al menos 15 edificios en varias provincias españolas: Segovia, Madrid, Las Palmas, Alicante, Palencia. Una trama de dopaje estaba a punto de caer. El 9, jueves, aún no había amanecido cuando Pascua recogió a Alemayehu, recién llegado de su país natal, en avión desde Addis Abeba, y juntos marcharon hacia El Escorial, seguidos en la carretera, vigilados por agentes invisibles, sombras en la noche. En la localidad madrileña se encontraron con Alberto León, el colaborador encargado de la logística que les entregó la bolsa que debía reinfundirse el atleta para elevar sus valores sanguíneos, hematocrito, hemoglobina, su capacidad de transporte de oxígeno, el parámetro clave en atletismo de resistencia. Entonces intervinieron los agentes. "Cuando gritas 'Guardia Civil' y enseñas la placa, notas físicamente cómo a los interpelados se les viene el mundo físico", dice un agente. "Su físico se transforma, se ponen pálidos, se ve gráficamente el nudo que se les hace en el estómago, el miedo en los ojos". A Alemayehu, que es negro, difícilmente le verían palidecer, y en sus ojos, los párpados entornados, la mirada siempre dormilona, verían poco más que la sorpresa, el despiste. El atleta, un inmigrante africano que llegó a España hace unos años para ganarse la vida haciendo lo que mejor sabe hacer, correr, no sabía dónde se había metido. No era más que una pieza del rompecabezas, estaba dentro de un sistema que él creía que era el único del modelo de funcionamiento del deporte mundial en las últimas décadas. De un sistema que el cambio de consideración social, de paradigma, producido en los últimos años, sobre todo a raíz del caso Festina (1998), y de las sucesivas operaciones policiales contra el dopaje (Balco, Puerto, Grial...), había convertido casi en marginal: sus últimos coletazos, minoritarios, al menos dentro del deporte español, pero muy resistentes al exterminio, puros supervivientes. Y muy notorios.

El historiador francés Christophe Brissonneau describe en una pequeña monografía sobre la historia del dopaje "la fascinación" que ejerció, a finales de los años setenta, sobre los políticos de la vieja Europa, los médicos y los entrenadores el conocimiento y el éxito del sistema deportivo del bloque soviético. Su imagen más aparente, las medallas, los políticos, sabedores de que el escalafón olímpico es un síntoma de grandeza del país, envidiaban. Sus otras manifestaciones -la excelencia en el rendimiento, el funcionamiento de los atletas como máquinas, el recurso al dopaje sistemático mediante esteroides anabolizantes, cuya eficacia, al igual que la de las anfetaminas como estimulantes, había sido previamente puesta a prueba en las guerras-, los médicos y los entrenadores admiraban y conocían, no solo mediante las conferencias de los principales fisiólogos del ejercicio -Zartsiorsky, Mendveiev, Platonov, Bompa-, sino también aprovechando el incremento de intercambios, competiciones y viajes al otro lado del telón de acero, donde las noches de vodka acababan con revelaciones increíbles e informaciones sobre dónde comprar sustancias al por mayor. Los Juegos de México 68, los primeros que se celebraron a más de 2.000 metros de altura, supusieron además un laboratorio inmenso en el que se pudieron comprobar a la perfección los beneficios de la altitud para el entrenamiento de resistencia.
En todos los países europeos se intenta imitar el modelo del Este. La Francia del De Gaulle imperial tras mayo del 68, el presidente que más inspiró la noción de la grandeur, se convirtió en la referencia. Los clubes de provincias descubren a los talentos, y los mejores deportistas de especialidades olímpicas son concentrados en centros de alto rendimiento centralizados donde se les puede someter al entrenamiento moderno, a los dictados de los fisiólogos del esfuerzo -la nueva religión de la medicina del deporte, que hasta entonces estaba mayoritariamente en manos de traumatólogos-, a las máquinas de alta tecnología para examinar sus niveles de rendimiento, al enfoque racional y científico. Sobre todo, científico. En la aislada España franquista, con su consideración raquítica y pueblerina del deporte, esta moda llegó tarde, a comienzos de los años ochenta, aunque su esplendor máximo lo alcanzó con la preparación de los Juegos de Barcelona 92, cuando se multiplicaron las inversiones en instalaciones, los gastos en importación de técnicos del Este, los maestros de la puesta a punto para las citas olímpicas, para lograr el máximo rendimiento mediante los métodos más extremos y la pura disciplina, las subvenciones para proyectos de laboratorio fisiológico. Sus profetas eran, ya entonces, en los ochenta, puros pioneros, Eufemiano Fuentes y Manuel Pascua Piqueras, quienes pusieron en marcha su sueño -la pesadilla de muchos ahora- en la federación de atletismo.
Manuel Pascua Piqueras (Arévalo, Ávila, 1933) era, ya entonces, un entrenador veterano al que le habían salido los dientes en el Frente de Juventudes con un cronómetro en las manos y en la cabeza un número inagotable de marcas, distancias, tiempos. Un profesor de educación física que en los años sesenta trabajó en las universidades laborales de Córdoba y Alcalá de Henares; un rebelde que, aún con Franco vivo, en 1973, fue sancionado con una suspensión de tres años, hasta noviembre de 1976, por negarse a ceder a la federación madrileña a los atletas de su club, el Vallehermoso, para un enfrentamiento Madrid-Barcelona-Lisboa, para protestar por la falta de democracia y las imposiciones federativas. Entre las atletas que entrenaba por entonces estaba María José Martínez Guerrero, que acabó siendo su esposa y su colaboradora en los trabajos de entrenamiento. También, como su marido, fue detenida el día 9 durante la Operación Galgo y sancionada asimismo. Si de su primera suspensión federativa era de un asunto del que Pascua podía hablar con orgullo, lucir como una medalla, de la última, pronunciada el lunes pasado por el presidente de la federación española, José María Odriozola, solo puede avergonzarse.
En 1980 gana las elecciones a la federación española Juan Manuel de Hoz y, guiado por el director técnico, Carlos Gil, impulsa el primer plan de preparación científico-técnico que se conoce en el deporte español de cara a preparar a una élite de atletas, una quincena, para los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 84. El lado técnico corre, nominalmente, a cargo de Pascua; el científico, a cuenta de Eufemiano Fuentes (Las Palmas, 1955), un superdotado que acaba de licenciarse en Medicina en la Universidad de Navarra -todo sobresalientes-, que ha sacado el MIR de ginecología, que, entrenado por Pascua, es el mejor vallista universitario, que aún tiene tiempo para licenciarse por el INEF y que, como alguien incapaz de saciar su sed de conocimientos, un rasgo que le emparienta con Pascua, la persona intelectualmente más inquieta del atletismo español, todo lo quiere saber sobre las claves del rendimiento. Una religión monoteísta, el rendimiento su único dios; el deportista, un mero medio en el que médico y técnico experimentan y trabajan, como los mecánicos ajustan el motor de un coche, el lienzo del artista. Su salud no importa, es un asunto secundario, incluso despreciable. Por si acaso, los profetas tienen preparada la coartada ideológico-intelectual, un argumento que aún repiten como un mantra hasta en estos tiempos nuestros de cada día: el deporte de alta competición está reñido con la salud, dicen, pues obliga a las personas a superar sus límites, a ir más allá de su capacidad. O, con otras palabras: igual que el torero sabe que puede morir en la plaza, quien quiera ser atleta debe saber que en cualquier momento su cuerpo le puede traicionar.
Así, los artistas, los sacerdotes, Fuentes y Pascua, y aglutinando a ambos, una figura misteriosa, Guillermo Laich, un argentino recién llegado de California, donde ha practicado el béisbol y el fútbol americano en la Universidad, donde ha aprendido los misterios de los anabolizantes y la hormona de crecimiento de manos de Robert B. Kerr, el mago que se ha quedado en Los Ángeles para preparar al equipo estadounidense de cara a la cita olímpica. Laich llega a España con estudios de medicina iniciados en California y en Múnich, donde entra en conocimiento de los métodos de la Alemania del Este, y se licencia en la Complutense de Madrid en 1977. Diez años más joven que Pascua, diez más viejo que Eufemiano, cierra el triángulo de un equipo que encandila por igual a federativos -exceptuando a Odriozola, entonces directivo de la española y voz crítica-, a la prensa, que alucina con las novedades prometidas por el grupo -se empieza a hablar en España por primera vez de hormonas, biopsias musculares, sueros, preparación biológica, pruebas de esfuerzo, ejercicios isocinéticos, preparación en altura, transfusiones entonces legales-, y a algunos atletas, que ven multiplicado su rendimiento, su capacidad de entrenamiento, mejoradas sus marcas.
A los más lúcidos, sin embargo, más que fascinarles el despliegue del cientifismo -"en realidad, era todo bastante cutre y giraba, finalmente, en torno a una charla y la palabrería seudopsicológica de Laich", dice un atleta de la época que luego se hizo entrenador-, les asustó. La federación se convirtió en el coto privado de los iluminados, adelantados a su época. Contaban también con el apoyo del laboratorio antidopaje, que analizaba las muestras que les enviaban en privado para comprobar el tiempo de eliminación de las sustancias con el fin de ajustar las dosis y los tiempos para evitar positivos indeseados en las competiciones. Aun así, hubo filtraciones y momentos de peligro. Se supo, y se publicó, que la federación había tapado cinco positivos, pero ello no provocó el escándalo que se habría producido ahora, casi 30 años más tarde. El presidente reconoció los casos, los explicó alegando que eran fruto de la investigación científica, el concepto que todo lo justifica. Mientras, Fuentes y Pascua continuaban con su formación acelerada y con contactos en el extranjero -Checoslovaquia, Bulgaria, países entonces pioneros en el entrenamiento biológico, eufemismo que designaba la planificación del dopaje- propiciados por Laich, quien tenía contactos con los entrenadores de Jarmila Kratochvilova y Helena Fibingerova, quienes incluso llegaron a entrenarse en Madrid y en Canarias.
El éxito dio validez a todo. José Manuel Abascal, bronce en los 1.500 metros, se convirtió en el primer atleta español de la historia que conseguía una medalla en la pista. Nació el mito. El sistema funcionaba y ni siquiera algún asunto morboso, como el positivo de Cristina Pérez -esposa de Fuentes, velocista y pupila suya también: como Pascua, se casó con la atleta que entrenaba-, que la federación también intentó tapar. Finalmente, se sobreseyó por un defecto de forma al que no fue ajeno el hecho de que Fuentes, director médico de la federación también, fue la persona que realizó el control. Sin embargo, después del caso Pérez, nada volvió a ser igual. En enero de 1989, además, Odriozola tomó posesión de la presidencia de la federación y su primera decisión fue apartar del organigrama federativo a ambas personas, Pascua y Fuentes. "Tenía muchas razones para creer que practicaban el dopaje", dice Odriozola.
El médico canario se centró casi al 100% en el ciclismo, donde ya había empezado a ejercer unos años antes en el equipo del Orbea de Marino Lejarreta y Perico Delgado, donde José Luis Pascua, hermano de Manuel y también imputado en la Operación Galgo, ejercía como preparador físico. Después de pasar por el ONCE, en 1991, el año en que Melcior Mauri ganó la Vuelta, y el Amaya -gran Montoya en la Vuelta de 1992-, Fuentes fue el hombre que dio valor al Kelme, un equipo con una tremenda popularidad y un carácter atacante único. Pascua siguió por libre, atrayendo a su grupo a algunos de los mejores atletas españoles e internacionales. Ambos no volverían a compartir titulares hasta mucho después, hasta esta Operación Galgo que podría suponer, definitivamente, el fin de las actividades de ambos.
La mejor historia del deporte español en las últimas décadas solo la podrían escribir ambos, un volumen a cuatro manos, dicen los cínicos, sarcasmo inútil. Y la mejor radiografía, dicen los optimistas, o necropsia, dicen los realistas, es la que ofrecen los informes policiales de las tres grandes operaciones contra el dopaje en el deporte de élite llevadas a cabo en España desde 2006. En las tres (Operación Puerto, 2006; Operación Grial, 2009, y Operación Galgo, 2010), y en otras iniciadas y archivadas por los jueces, pero de las que han quedado los documentos que recogen las escuchas, los seguimientos, las investigaciones, los nombres de Pascua y Fuentes se mezclan, se enganchan como cerezas en un cesto, tirar de uno significa obligar a asomar al otro.
El primero que apareció en los documentos policiales fue, curiosamente, Pascua, quien en 2004 recibió en su móvil, el mismo número que aún usaba al menos hasta el día 9, una llamada de un vendedor de sustancias prohibidas, un precursor de la hormona del crecimiento importado de Australia, al que la Guardia Civil había intervenido el teléfono. Ese hilo llevó a José Luis Merino Batres, un hematólogo que colaboraba con varios médicos deportivos, entre ellos Eufemiano Fuentes, desde su centro legal de análisis clínicos. Dos años después, ambos, Fuentes y Merino Batres, cayeron en la Operación Puerto -recuerden: 100 bolsas de sangre, 100 de plasma, centenares de documentos de prescripción dopante de decenas de ciclistas, para un caso aún en espera de juicio oral-, el primer aldabonazo serio, un golpe seco e inacabado que puso en marcha un efecto mariposa al parecer interminable. Un nombre al que no se pudo investigar a fondo en la Operación Puerto, el del médico peruano Walter Virú, colaborador de Fuentes en el Kelme y asentado en Valencia, dio pie a la Operación Grial, mediado un antecedente, también archivado, en el que la policía obtuvo pruebas de sus relaciones con Pascua, concretadas en el envío de paquetes sospechosos al propio Pascua en su domicilio de Valdemorillo (Madrid), así como al de la familia de su esposa en Sevilla la Nueva (Madrid) o al de algunos de sus atletas a los que Pascua había recomendado los servicios del médico peruano. Poco después, en 2009, en la Operación Grial, cae Virú, y con él, uno de los grandes del atletismo español de todos los tiempos, el marchador de Guadix Paquillo Fernández, como Domínguez, o Alberto García -otro atleta imputado en la Operación Galgo- o los ex ciclistas Roberto Heras u Óscar Sevilla, un habitual de las conferencias que Eufemiano Fuentes solía organizar en invierno en Canarias. De las cenizas del grial, unos meses después se puso en marcha la Operación Galgo.
Durante semanas y semanas, alentados por la jueza del 24 de la plaza de Castilla de Madrid, que autorizó escuchas, grabaciones, vigilancias, el uso de todo un arsenal investigador a lo The Wire, los agentes, que contaron con la colaboración de varios deportistas en su faena, ataron cabo tras cabo, hilaron hechos, superaron los momentos de desasosiego -como cuando una conversación entre un ciclista y una ciclista entrenados por José Luis Pascua les dio indicios de una cita para que él le entregara a ella un tarro de miel: los agentes se movilizaron e interrogaron a ambos sospechosos, pero estos salieron del paso pues, al parecer, el padre de él es apicultor y la miel sospechosa era en realidad miel- y, finalmente, en noviembre, ya tenían todos los elementos en su mano para actuar. Tenían también controlado a José Alonso Valero, Pepillo en el mundillo del atletismo, quien como atleta -y muy bueno, aún, 23 años después, mantiene el récord nacional de 400 metros vallas- fue entrenado por Pascua, como amigo íntimo de Eufemiano Fuentes, y como profesional, representante de atletas como Alberto García, el campeón de Europa de 5.000 metros en 2002 y que ya había dado positivo por EPO en 2003, y la propia Marta Domínguez. También oían todo lo que decía, seguían todos sus movimientos, César Pérez, un buen atleta de 3.000 metros obstáculos quien tras sufrir un accidente de moto que le destrozó la rodilla se recuperó a la sombra de Pascua y comenzó a dirigir técnicamente -salto de vallas, paso de la ría- a Marta Domínguez gracias a un título de entrenador conseguido en Estados Unidos. Con su entrada en el equipo, en 2008, se elimina a Mariano Díez, el entrenador de toda la vida de la palentina, y se cierra el círculo: solo los iniciados, silenciosos, de confianza, pueden estar en el grupo. Solo falta dar con el día en el que todas las piezas del puzle que conforma un sistema de funcionamiento del siglo pasado -presuntamente, dopaje organizado en todos sus extremos, dentro de una sociedad del siglo XXI que ha cambiado su mirada, tan saturada por las novedades tecnológicas, que ha perdido su fascinación por la parte científico-técnica del rendimiento y da más valor a la historia de vida, a la emoción del gesto deportivo- estuvieran en su sitio: el 9 de diciembre.
A Alemayehu Bezabeh le dicen ahora, en que ha tenido que irse a un piso de alquiler en Vallecas, junto a su esposa, recién llegada, embarazada, de Etiopía, que la intervención de la Guardia Civil, que le separó de Pascua y su ayudante, Alberto León, justo antes de practicar la transfusión, le salvó prácticamente la vida, pues evitó que culminara su dopaje; pero en eso no piensa minutos después, sino en las incomodidades que le esperan, pues, de entrada, tiene que regresar en autobús de El Escorial a Madrid. Y también se queda corto Bezabeh, quien por la noche terminará confesando sus problemas al presidente de la federación, quien le sanciona de inmediato prohibiéndole defender el domingo su título de campeón de Europa de cross. Mientras da botes en el autobús, la Operación Galgo se desarrolla simultáneamente en 14 domicilios: registros, hallazgo de diversas sustancias en varios pisos que aún no han sido analizadas y detención de 14 personas -las más importantes: Eufemiano Fuentes; los hermanos Pascua y María José Martínez; el mánager José Alonso Valero; Marta Domínguez y su entrenador, César Pérez; Alberto León, Alberto García- a las que se imputa un delito de dopaje. Los galgos lo tienen todo.
La investigación, aplaudida por la Fiscalía de Madrid, no terminó en la guerra relámpago de 70 galgos la mañana del 9 de diciembre y la detención de 14 personas. Los días posteriores interrogaron a la quincena de atletas entrenados por Pascua y su esposa. Declararon como testigos. Se trataba de asegurar una acusación de inducción al dopaje para el técnico, también de identificar a los posibles dueños de las bolsas de sangre halladas en el piso de Alberto León. Para ello, a todos se les solicitó una muestra de saliva para cotejar su ADN. Algunos, los más sospechosos precisamente, se negaron a entregarla.

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